El uso del poder es parte de la munición que cualquier directivo ha de saber utilizar para impulsar sus proyectos. Como regla general, es mejor valerse más de la influencia (capacidad de mover a las personas) y menos de la autoridad (derecho a tomar determinadas decisiones). Las intenciones y la naturaleza de las palancas con las que se ejercita el poder determinan dignificar o por el contrario corromper a los directivos.
Es una evidencia histórica que una facción importante de las instituciones humanas acaban cayendo en desgracia por la falta de virtudes de sus gobernantes. Las sociedades tienen problemas por el secuestro que las denominadas élites extractivas hacen de sus organismos.
Las élites extractivas las forman los líderes que utilizan las instituciones en su propio beneficio, o en el de su clan, sin atender al bien común. Estas personas, a su vez, crean instituciones extractivas, cuyo poder lo ostentan sujetos con déficit de escrúpulos y de empatía. Muchos de ellos resultan ser sociópatas con —oh, sorpresa— buena imagen. La explicación, en boca de Maquiavelo: «Pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos». Aparentar sin serlo es una mentira. Y ya sabemos quién es el padre de la mentira…
Estos grupos que se mueven por su beneficio particular no solo no generan riqueza, sino que acaban construyendo relaciones parásitas con el resto de la sociedad. Las élites extractivas se encuentran tanto en el mundo público (partidos políticos, sindicatos, judicatura, policía…) como en el privado (finanzas, empresas, medios de comunicación, ocio…). Son transversales y producto de esa pugna entre el bien y el mal que libramos en nuestro interior.
En esa lucha numerosos incentivos de corto plazo contribuyen a que nos decantemos por el lado equivocado. La conocida cita de Lord Acton sintetiza ese proceso: «El poder tiende a corromper, el poder absoluto corrompe absolutamente». Habría que añadir que salvo en el caso de personas con virtudes interiores muy arraigadas.
Una de las ocupaciones favoritas de las élites extractivas es la monetización de su poder a través de la corrupción, una práctica que requiere de cuatro actores: políticos, directivos o funcionarios (1), que trafican su influencia en empresas o administraciones públicas (2), que compran con sobreprecio o condiciones favorables a contratistas (3), que pagan comisiones a esos políticos, funcionarios y directivos, que con la ayuda de abogados y banqueros (4) esconden y blanquean el dinero delictivo. A la tragedia de la sociedad le sobran protagonistas.
Los efectos nocivos del mal uso del poder provocan una patología cuyos síntomas son conocidos: indiferencia ante lo que otros piensan; frialdad hacia los sentimientos de los demás; pérdida del sentido del riesgo o de la proporción en el perfil de prioridades con el que se dirige la institución; instrumentalización de los ciudadanos para lograr los propios fines; tendencia a rodearse de personajes poco independientes intelectual y económicamente; juicio simplista, estereotipado, de los individuos y de los acontecimientos; sobrevaloración de la imagen y de las capacidades personales; conductas inapropiadas, como humillar en público y en privado, excesos relacionados con la comida, la bebida, el sexo, las drogas, etcétera.
Hay una alternativa a la élite parásita y corrupta. Se llama liderar para el bien común; convertirse en una élite simbiótica, integrada por personas con fuertes convicciones y virtudes. Sus armas son la suma de valores, el sentido del bien y del mal, la voluntad para decir «no» a las gratificaciones instantáneas de naturaleza disfuncional y la capacidad de engendrar relaciones colaborativas basadas en la confianza, en la reciprocidad y en el respeto mutuo.
Un líder con virtudes pone barreras al uso del poder, no recurre a palancas faltas de ética, valora el bien común y con ello evita el efecto «pendiente deslizante», en uno mismo y en la sociedad en su conjunto, que Montesquieu describía: «Es una experiencia eterna que todo hombre revestido de poder siente una inclinación a abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites».
Luis Huete (profesor de IESE Business School.)