Es imposible promover la dignidad de la persona si no se cuidan la familia, los grupos, las asociaciones, las realidades territoriales locales, en definitiva, aquellas expresiones agregativas de tipo económico, social, cultural, deportivo, recreativo, profesional, político, a las que las personas dan vida espontáneamente y que hacen posible su efectivo crecimiento social. Es éste el ámbito de la sociedad civil, entendida como el conjunto de las relaciones entre individuos y entre sociedades intermedias, que se realizan en forma originaria y gracias a la «subjetividad creativa del ciudadano». La red de estas relaciones forma el tejido social y constituye la base de una verdadera comunidad de personas, haciendo posible el reconocimiento de formas más elevadas de sociabilidad.
El principio de subsidiariedad que se deriva de esto, es un principio importantísimo de la sociedad. Del mismo modo que no se puede quitar a los individuos y darlo a la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo , así tampoco es justo, constituyendo una grave perturbación del recto orden, quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo al estado.
Conforme a este principio, los estados deben actuar siempre en una actitud de ayuda, apoyo, promoción y desarrollo, respecto a las legítimas iniciativas de la sociedad civil.
A la subsidiariedad entendida en sentido positivo, como ayuda económica, institucional, legislativa, ofrecida a las entidades sociales, corresponde una serie de implicaciones en negativo, que imponen al Estado abstenerse de cuanto limite el espacio vital de las iniciativas sociales. Su iniciativa, libertad y responsabilidad, no deben ser suplantadas.
El principio de subsidiariedad protege a las personas de los abusos del estado e insta a este a ayudar a los particulares y a las asociaciones a desarrollar sus tareas. Este principio se impone porque toda persona, familia y grupo social tiene algo de original que ofrecer a la comunidad. La experiencia constata que la negación de la subsidiaridad, o su limitación en nombre de una pretendida democratización o igualdad de todos en la sociedad, limita y a veces también anula, el espíritu de libertad y de iniciativa.
Con el principio de subsidiariedad contrastan las formas de centralización, de burocratización, de asistencialismo, de presencia injustificada y excesiva del Estado y del aparato público. La ausencia o el inadecuado reconocimiento de la iniciativa privada, incluso económica, y de su función pública, así como también los monopolios, contribuyen a dañar gravemente el principio de subsidiaridad.
A la actuación del principio de subsidiaridad corresponden: el respeto y la promoción efectiva del primado de la persona y de la familia; la valoración de las asociaciones, el impulso ofrecido a la iniciativa privada, la salvaguardia de los derechos de los hombres y de las minorías; la descentralización burocrática y administrativa; el equilibrio entre la esfera pública y privada, con el consecuente reconocimiento de la función social del sector privado y una adecuada responsabilización del ciudadano para ser parte activa de la realidad política y social del país.
Al Estado le corresponde ejercitar una función de suplencia, por ejemplo, en las situaciones donde es necesario que el Estado mismo promueva la economía, a causa de la imposibilidad de que la sociedad civil asuma autónomamente la iniciativa, también en las realidades de grave desequilibrio e injusticia social, en las que sólo la intervención pública puede crear condiciones de mayor igualdad, de justicia y de paz. Sin embargo, esta suplencia institucional no debe prolongarse y extenderse más allá de lo estrictamente necesario, dado que encuentra justificación sólo en lo excepcional de la situación.
Consecuencia característica de la subsidiariedad es la participación, que se expresa, esencialmente, en una serie de actividades mediante las cuales el ciudadano, como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los propios representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que pertenece. La participación es un deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo responsable y con vistas al bien común.
Desde esta perspectiva, se hace imprescindible la exigencia de favorecer la participación, sobre todo, de los más débiles, así como la alternancia de los dirigentes políticos, con el fin de evitar que se instauren privilegios ocultos; es necesario, además, un fuerte empeño moral, para que la gestión de la vida pública sea limpia, sin atisbo de corrupción de ninguna clase y el fruto de la corresponsabilidad de cada uno con respecto al bien común.
La participación en la vida comunitaria no es solamente una de las mayores aspiraciones del ciudadano, llamado a ejercitar libre y responsablemente el propio papel cívico con y para los demás, sino también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia.