El desafío en la educación ha estado presente desde los comienzos de la institucionalización de la enseñanza, cinco siglos antes de Cristo. Platón hablaba a sus alumnos de la Academia sobre la importancia de adquirir conocimientos en matemáticas, música, poesía, etcétera. También insistía en la necesidad de comprender la idea de bien común por encima del interés individual. Esto requiere someter los deseos e intereses particulares a lo más razonable, que será buscar el mayor bien posible. Por tanto, ya en los albores de la filosofía se consideraba la educación como un crecimiento integral, una maduración personal que abarcaba lo cognitivo, lo moral, lo emocional y lo social.
Sin embargo, en los últimos siglos, la excesiva racionalización, el cientificismo extremo y el tecnicismo han identificado la educación con la mera transmisión de unos saberes muy especializados, en perjuicio de las dimensiones moral, emocional y social del hombre. Ya Sócrates recriminaba a los primeros profesionales de la enseñanza —los sofistas— por tratar al alumno como un recipiente vacío en el que introducían una serie de técnicas orientadas a alcanzar el éxito individual, con independencia del contenido moral de sus medios y fines.
En líneas generales, los jóvenes estudiantes de hoy están abocados a un sistema tecnificado donde el otro es un competidor y donde no se pretende un beneficio mutuo. El modelo social occidental no sitúa a la persona en el centro y rara vez persigue el crecimiento personal. El resultado son jóvenes desorientados que no se conocen a sí mismos, a los que empujamos a aprobar, no a aprender; a triunfar, no cooperar; tener títulos y másteres, en lugar de poner los conocimientos al servicio de los demás.
Nuestra sociedad —individualista, competitiva, hedonista, consumista— es reflejo de este estilo educativo. El contexto actual, preocupado por generar sujetos competentes, ha olvidado que el verdadero sentido de la educación es el acompañamiento en el crecimiento personal. Y es que una persona que desarrolla solo una parte de sí no experimenta un crecimiento sino una tumoración de una parte y una atrofia de las otras.
Afortunadamente, no ocurre así en todos los casos. Hay mucha gente que trabaja de manera distinta. Una de estas iniciativas es UpToYou , una plataforma que busca de manera integradora el crecimiento de la persona. El primer paso para ello es conocer y analizar las propias emociones. No hay emociones buenas o malas, positivas o negativas. Ni siquiera se trata de someterlas a lo racional al modo platónico, sino que habrá que contextualizarlas y entenderlas, y no siempre se podrá considerar la alegría como buena, ni la tristeza como mala. Esto contribuye también a diferenciar entre un juicio moral y un juicio emocional.
Este programa no es una consultoría donde los adolescentes reciben consejos para resolver la papeleta en determinadas situaciones, sino que ofrece herramientas que les ayudan a afrontar la pregunta «¿Qué tipo de persona quieres ser?». El objetivo es concienciarles de la oportunidad que poseen de ser agentes —y no sufrientes— de su propio proyecto vital. Un hecho que posibilita la aceptación de las circunstancias que les han sido dadas y les abre al agradecimiento.
Dado que las emociones no se producen aisladas de las relaciones interpersonales, el proceso de crecimiento repercute obviamente en un enriquecimiento de la calidad de las relaciones que se establecen.
Llegados a este punto, se puede constatar que el desarrollo emocional supone, asimismo, un crecimiento en otras facetas del individuo: en lo social, en lo personal, en lo moral y en lo cognitivo. Por eso, educar es ayudar a crecer, pero de forma integrada, atendiendo a la persona en toda su complejidad, en todas sus dimensiones.
Trinidad Díaz