«El rol de padre en la adolescencia no debe ser hostil pero sí normativo»

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Muchos son los padres que se sienten perdidos ante el bucle emocional en el que están sumidos sus hijos adolescentes. Su hogar, antes en relativa calma y armonía familiar, se encuentra de pronto sumido en malas caras, contestaciones, gritos, lloros… y una actitud desabrida ante la que no saben cómo actuar porque no entienden qué ocurre. «Esto se podría reducir si los padres supieran qué es lo que está sucediendo en el cerebro de sus hijos», asegura Javier Quintero, jefe del Servicio de Psiquiatría del Hospital Universitario Infanta Leonor y profesor de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense.

Fuente: Carlota Fominaya-ABC

—¿Qué define la etapa de la adolescencia, cuya ventana de edad usted enmarca entre los 12-14 y los 18-24?

-La adolescencia se sitúa como una etapa crucial en la vida de las personas, el momento en el que se estructuran y consolidan muchos de los rasgos y recursos que tendrá el adulto. Se trata de una fase de la vida muy dinámica, plástica y moldeable, tanto desde el punto de vista del cerebro –donde se da un fenómeno de reorganización neuronal–, como desde el punto de vista psicosocial, donde los rasgos de la personalidad se forjan sobre la estructura del temperamento.

—¿Qué cambios cerebrales influyen para que muchos jóvenes vivan una adolescencia tumultuosa?

—El desarrollo de nuestro cerebro no es lineal, no madura todo a la vez. Son como las obras de una casa, en las que no trabajan todos los oficios al mismo tiempo. Durante la adolescencia se produce una maduración del cerebro, pero con un desequilibrio muy marcado entre el desarrollo de regiones subcorticales como la amígdala y el hipocampo (partes involucradas en lo emocional) y la región de la corteza prefrontal (que es la parte que piensa, anticipa consecuencias de nuestros actos, planifica, organiza, toma decisiones y sobre todo está el control de nuestras emociones). Hay chavales con más «gap» (diferencia) entre una parte y otra donde la prevalencia de la zona emocional hace que sean más complicados, reactivos, impulsivos. Es el caldo de cultivo ideal para que la familia entre en un bucle que puede llegar al infinito: si tú te enfadas, yo (tu padre) me enfado más, a lo que el adolescente reacciona con más tensión, y así sucesivamente. En una situación de este tipo los adultos tenemos que saber qué le está ocurriendo al cerebro adolescente de nuestro hijo porque el menor, a pesar de no entender qué le está pasando, va a reaccionar. Porque aunque él no sepa usar todavía su corteza prefrontal, nosotros sí. No podemos responder con emociones a sus emociones y que se nos «encienda la amígdala» como a ellos, porque sería ponernos a su nivel.

—Asegura que hay un aumento de casos de familias en conflicto con sus hijos adolescentes. ¿Detecta algún motivo en concreto?

—Antes veíamos algunos adolescentes complicados, ahora vemos muchísimos. No creo que haya ningún motivo concreto, sino la suma de todo: Los papás se separan, un curso de la ESO más complicado, unas amistades nuevas, un verano en el que prueba los porros… Sorprende la cantidad de críos estupendos con una trayectoria fantástica que de pronto se rompen, porque empiezan a consumir droga (hachís, por ejemplo)… La cantidad es alarmante, y las familias deben estar alerta ante ese punto de inflexión donde hay consumo que lleva a malograr todo lo hecho anteriormente. Hay un lenguaje «buenista» acerca del cannabis que resulta desastroso. Un chico de 14 años que empieza a fumar está poniendo en riesgo su cerebro, justo en el momento en que está a la máxima capacidad para aprender, de adquisición de funciones y de habilidades. Deberían saber que están en el mejor momento de su vida, y que nunca más van a tener 14 años, ni 17, ni 24, para lo bueno y para lo malo.

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