El hombre está llamado a la felicidad. Todos experimentamos aversión a la enfermedad, a la contradicción, al sacrificio físico o moral, pero a la vez somos conscientes de que son parte de nuestra naturaleza: no pueden rechazarse.
Sin proponérnoslo relacionamos el sufrimiento con el mal. Cuando sufrimos nos sentimos mal aunque propiamente el mal sólo afecte a cierto aspecto concreto de nuestro yo, ya sea del cuerpo o del espíritu. Incluso si aceptamos el dolor, por otra parte, deseamos que se pase; y hablamos de desesperación cuando no vemos el fin a un dolor.
¿Pero, por qué hay sufrimiento? ¿No podría ser la vida sin dolor: sin enfermedad, sin violencias, sin desgracias, sin temores…? ¿Por qué hay dolor –sufrimiento– en nuestra vida? La Biblia responde, no sólo al por qué de esos momentos humanos y a su sentido; responde también al por qué del hombre mismo y –como decíamos– al origen y al fin de su dolor.
En cualquier caso, prevenir el sufrimiento y saber acerca de él, como el hecho de estar sano, requiere mucho trabajo. Hay personas que, por necesidad, obsesión o capricho, asumen esa tarea como un trabajo consciente, y se afanan por «estar en forma», por cultivar el cuerpo y la psique, o alguna de sus cualidades: el bronceado, el músculo, la silueta, el corazón, la ausencia de colesterol en las arterias, de arrugas en la piel, etc. Es un tarea muchas veces ciertamente trabajosa, y casi siempre una forma más de sufrimiento. Un sufrimiento que se puede llevar muy bien, que se comprende, y que parece razonable aunque cueste, porque se suele apreciar pronto el fruto de ese trabajo.
Estamos en una cultura en la que el sufrir tiene mala prensa, en la que dolor es hoy un dis-valor. Algo de verdad hay en ello, porque a lo que el hombre aspira es a la felicidad. Sólo que la felicidad no es lo mismo que el placer. La felicidad es amor y entrega. Con esa otra mentalidad, muy difundida, que identifica felicidad y placer, se tiende a evitar a toda costa lo molesto. Esa tendencia puede llegar a organizar la vida. El hombre, entonces, se hace débil, cada vez menos resistente al dolor. A alguien así el dolor le puede, pues la experiencia demuestra que el sufrimiento es imposible de erradicar.
Del dolor vendrá la desesperación o la fortaleza: es cuestión, en buena medida, de cómo lo aceptemos.
Pueden afrontarse de muchas maneras, dependiendo de nuestra fortaleza interior y de nuestras convicciones. Decía un filósofo ateo que quien tiene un por qué para vivir puede soportar casi cualquier cosa. Los cristianos tenemos un por qué muy nítido, adoramos a un Dios que ha muerto crucificado por nosotros, y ahí está Su explicación de lo que nosotros no entendemos. Como dijo Benedicto XVI, en “… la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su silencio» (Verbum Domini, 2010, n. 21) ¡Tantas veces nosotros no entendemos los silencios de Dios…!
Por eso se trata de un sufrimiento que casi no lo es, pues la quintaesencia del sufrimiento es la falta de sentido en el dolor humano: sufre de verdad el que no sabe por qué. Esto sucede, por ejemplo, cuando el dolor es muy intenso y prolongado o sin esperanza de mejora y sin una visión trascendente de la propia existencia.
Si damos sentido al dolor, si aceptamos ese sufrimiento por un motivo elevado, esa cruz diaria pesa menos e incluso llegamos a no sentirla apenas.