Una vez leí que una maestra de escuela se paseaba por la clase de pintura mientras los niños hacían dibujos. Iba viendo uno a uno cada trabajo, cuando llegó a la mesa de una niña que estaba muy metida en su tarea.
—Qué estás haciendo –Preguntó la profesora
—Estoy pintando a Dios.
La maestra sorprendida le replicó:
—Pero nadie conoce cómo es Dios.
Sin levantar la vista de su dibujo, la niña contestó:
—Pues ahora lo van a conocer
Esta sencilla anécdota tiene un mensaje profundo: la niña estaba convencida de poder conocer a Dios y de poder transmitir su conocimiento a los demás. El relativismo, en cambio, trata de convencernos de que las verdades que realmente más nos importan no se pueden conocer. El anhelo de verdad que tiene el hombre es un deseo imposible, una broma cruel del destino. Resulta que lo que más nos importa en la vida no lo podemos saber, según los relativistas.
Con frecuencia se oye decir que las verdades religiosas, las que se refieren al sentido último de la vida, no son más que proyecciones de nuestra fantasía, consuelos que nos distraen un poco de la vida presente.
El marxismo trató de convencernos de que Dios y la vida eterna eran creaciones de la imaginación del hombre oprimido. Cuanto más oprimido, más religioso sería el hombre, porque trataría de buscar un consuelo en el más allá. Por eso Marx decía que allí donde hay religión, hay miseria, porque el hombre recurre a Dios como una droga ―el opio del pueblo, decía― para consolarse por su desdicha. De ahí la pretensión Marxista por despertar a los hombres de este “sueño religioso” para que se preocuparan por el más acá, un despertar que consistía precisamente en acabar con la religión.
Pero la verdad es lo que es, es la realidad misma, las cosas como realmente son fuera de nuestra mente. Los clásicos llamaban a esta verdad “verdad ontológica”. Uno dice la verdad no sólo cuando dice lo que piensa, sino cuando lo que piensa coinciden con la realidad, porque, una cosa es el error y otra la mentira: uno comete un error cuando dice lo que piensa, pero su pensamiento no se ajusta a la realidad; y miente cuando ni siquiera dice lo que piensa.
Aristóteles, quizá el más realista de los filósofos, en su Metafísica escribe: «dice la verdad el que juzga que lo separado está separado y que lo unido está unido, y dice falsedad aquél cuyo juicio está articulado al contrario que las cosas. (…) Desde luego, tú no eres blanco porque sea verdadero nuestro juicio de que tú eres blanco, sino, al contrario, porque tú eres blanco, nosotros decimos algo verdadero al afirmarlo» Y un poco más adelante, añade: «la verdad y falsedad consisten en esto: la verdad en captar y enunciar la cosa (…), mientras que ignorarla consiste en no captarla» (Aristóteles, Metafísica: Libro IX, cap X, 1051b). La realidad marca la pauta de la verdad y siempre va por delante del pensamiento.
La verdad es el bien del intelecto. Santo Tomás decía que el entendimiento se adecúa a la realidad, como la materia a la forma. Lo cual significa que la forma correcta del entendimiento es la verdad. Por eso, el entendimiento que no conoce la verdad (por ignorancia o por error) es un entendimiento deforme. Más claramente lo dice San Agustín, «quien desconoce la verdad, nada conoce».
Santo Tomás, añade «Debe decirse que una opinión falsa es cierta operación deficiente del intelecto, así como el dar a luz a una criatura deforme es cierta operación deficiente de la naturaleza, por lo que incluso el Filósofo dice en el libro VI de la Ética que la falsedad es el mal del intelecto»