El ser humano está llamado a la felicidad, primero en esta vida y luego durante toda la eternidad. Un requisito esencial en ese camino a la felicidad lo constituye el perdón: el hombre, para poder ser feliz y vivir en armonía, necesita perdonar y sentirse perdonado.
El perdón nos reconcilia con nosotros mismos y, sobre todo, también con los demás, haciendo desaparecer los odios, los rencores y las enemistades que contaminan con tanta frecuencia las relaciones humanas. Pero, lo más importante, también el perdón nos reconcilia con Dios y nos permite avanzar por el camino de la fe y la vida cristiana.
Por todo ello es tan necesario que nuestros hijos conozcan la alegría que supone el sentirse perdonados. Este es el primer paso para que luego ellos no tengan reparos a la hora de perdonar a los demás.
Todos nos hemos sentido heridos en alguna ocasión, y en tales circunstancias, el instinto nos inclina de manera espontánea a devolver la ofensa más que a perdonarla. De hecho, la creencia de que lo justo es devolver mal por mal ha estado sumamente asentada en la conciencia de los hombres durante siglos, y fue ésta una de las propuestas más revolucionarias que en su momento supuso la enseñanza y el ejemplo de Cristo. Los hombres, gracias a la educación de la voluntad, a la formación de la conciencia y a la ayuda de la gracia podemos sobreponernos a estas inclinaciones. No olvidemos que el perdón es un acto de la voluntad, y no un sentimiento que nos brota, como puedan ser la pena o el dolor. Por eso, aunque una persona esté dolida en su interior, su voluntad le puede inclinar a perdonar, aunque no por ello desaparezca el dolor (pensemos, por ejemplo en una madre que perdona al asesino de un hijo suyo: aunque lo haga, el dolor le acompañará todos los días de su vida).
Además, la experiencia nos dice que devolver mal por mal y vengarse de las ofensas recibidas es algo que nos daña a nosotros como personas y que contribuye a empeorar las relaciones entre los seres humanos. Muchos de los conflictos que a lo largo de la historia han sacudido a la humanidad han tenido como causa el interminable círculo vicioso que une la violencia con el odio y el deseo de venganza de unos hombres contra otros. El perdón es la única medicina que cura estos males.
Cuando se perdona a alguien se renuncia al ejercicio de la venganza y se busca lo mejor para el otro. Al perdonar no cerramos los ojos ante el mal que se nos haya hecho, sino que tratamos de reconstruir la convivencia superando las heridas del resentimiento. Cuando perdonamos a alguien le estamos diciendo en realidad “¡Vamos, tú no eres así ¡Sé quien eres de verdad!”, y le estamos animando a recomenzar como si nada hubiera pasado.
Cuando se perdona a alguien es porque se ve que tras él hay un ser humano vulnerable como nosotros pero capaz de cambiar.
Tenemos que creer en la capacidad de los demás para cambiar y hemos de dárselo a entender. Nunca debemos dar por perdida a ninguna persona. Esto, con los hijos, es especialmente necesario. Tenemos que transmitirles que confiamos en ellos, aunque esta vez nos hayan fallado y que esperamos que aprendan a ser mejores. En el fondo, educar es tratar de hacer mejores a nuestros hijos, y, para ello, los hijos necesitan sentirse perdonados y saber que sus padres no les guardan resentimiento: sólo así podrán recomenzar con ilusión la tarea de su educación.
El perdón es un acto de generosidad que libera al hombre: al que perdona le libera de las ataduras del rencor, y al perdonado, le libera de las ataduras de la culpa. De hecho, en latín, uno de los verbos que se usa con el significado de “perdonar” (por ejemplo en el Padrenuestro) es dimittere, que significa precisamente eso, dejar libre, dejar marchar. Y es bien cierto: la incapacidad de perdonar esclaviza el interior del hombre y le intoxica, llenándole de insano resentimiento; y, por otra parte, el sentimiento de tener sobre la conciencia una serie de culpas no perdonadas puede ser una losa muy pesada para una persona.
El acto de perdonar es un don, un regalo que hacemos al otro. La palabra misma perdonar se deriva del verbo latino donare, al que precede un morfema intensificador, per, de manera que vendría a significar algo así como conceder completamente, por entero. Por eso, si se perdona solo se puede hacer por entero, para siempre, sin cálculos ni condiciones, y renunciando a echar en cara en el futuro la ofensa ya perdonada. Es un don que hacemos, y, como tal, no es algo merecido y que se pueda exigir en términos de estricta justicia. Como todo acto de generosidad, excede los límites del cálculo de la justicia, y entra dentro del terreno del amor, que es el motor que debe impulsarlo. Por eso Dios siempre perdona, porque es la realización perfecta del Amor.
También a la hora de perdonar hemos de ejercitar la humildad: perdonamos a alguien que ha hecho algo que también nosotros podríamos haber hecho, ya que no somos mucho mejores que él. Si nos miramos un poco a nosotros mismos, tendremos que reconocer que casi todas las cosas por las que regañamos a veces a nuestros hijos las hemos hecho también nosotros, o las hacemos de vez en cuando, a nuestro nivel, claro está (por ejemplo, si les regañamos por dejar su trabajo para el final, o por ser perezosos o desobedientes, o por comer entre horas, o por dejar cosas en medio y ser un poco desordenados, etc… En el fondo, no somos perfectos, y todos somos un poco como niños, ¿verdad?)
A la hora de perdonar, debemos tomar en consideración que no somos justos, sino pecadores, y que incurrimos continuamente en pequeñas faltas por las que también necesitamos ser perdonados.