En 1920 Chesterton realizó un viaje a Palestina que después de la primera guerra mundial estaba ocupada militarmente por los ingleses al mando del general Allenby. Acudió como corresponsal del Daily Telegraph e invitado expresamente por el citado general. A lo largo de dos meses, Gilbert y Frances su esposa, pudieron rezar a gusto en los Santos Lugares, seguir las huellas de los cruzados, tratar a la colonia judía y admirar sus asentamientos agrícolas.
Encontraron el sol y el calor que buscaban, pero también vieron caer sobre Jerusalén una impresionante nevada, la primera en los últimos diez años. En una semana el manto blanco alcanzó medio metro de altura en las calles. Chesterton tuvo claro entonces que la nieve navideña no era precisamente un invento inglés, sino algo probable cuando Jesucristo nació en Belén.
Aprovechó el viaje de regreso para escribir a su amigo Baring desde Alejandría. Le agradecía las semanas maravillosas pasadas en Palestina, le anunciaba que tenía algo muy importante que comentar con él, y le anticipaba que su pensamiento –no su sentimiento– «tuvo su estallido en la iglesia del Ecce Homo, en Jerusalén», durante la bendición solemne del Domingo de Ramos. Fue el primer paso en su conversión total al catolicismo que se produjo en 1922.
«En primer lugar quisiera decir que mi conversión al catolicismo fue completamente racional (…). Me bauticé en un cobertizo de lata situado en la trasera de un hotel de estación. Lo acepté porque así resultaba mucho más convincente para mi mente analítica.
Cuando la gente me pregunta ¿por qué ha ingresado usted en la Iglesia de Roma?, la primera respuesta es: para desembarazarme de mis pecados. Pues no existe ningún otro sistema religioso que haga realmente desaparecer los pecados de las personas».
De nuevo en Londres, el resto del año trabajará a destajo en su periódico el New Witness . Los apremios editoriales son resueltos con nuevos libros. En «La Nueva Jerusalén», bajo la apariencia de un libro de viajes, deja entrever la profunda conmoción del pausado encuentro con su nueva fe.
En «La superstición del divorcio», despliega su lógica y su ingenio en defensa del matrimonio como institución natural, y como el mejor baluarte de libertad personal. En los años anteriores a la Guerra habían aumentado en Gran Bretaña los suicidios y los divorcios. Con independencia de su calificación moral, Chesterton observa que esos dos consejeros de la desesperación proponen dos curiosas formas de libertad: el final de la vida y el final del amor.
En palabras de Chesterton:
«El divorcio quiere sacrificar lo normal en el altar de lo anormal. Con esa lógica, al desgraciado que no soporta a la mujer que ha elegido, no se le anima a que vuelva y la soporte, sino a que elija otra mujer que, con el tiempo, puede que no soporte tampoco».