Estos días en que gran parte de la población mundial permanece confinada y que por tanto la reducción de la actividad diaria y del uso de medios de trasporte es notoria, hemos podido apreciar una mejora de los niveles de contaminación ambiental llamativa, junto con un evidente aumento de la limpieza de las aguas de nuestros ríos y del medio marino. Esta circunstancia, aunque nos parezca extraordinaria e irrepetible, nos debe hacer reflexionar y concluir que la reducción de la huella ecológica es posible y muy necesaria.
Los estilos de vida que adoptemos son clave en nuestro impacto sobre el entorno y apartir de ahora tenemos una oportunidad para cambiar algunos de ellos. La cantidad de recursos naturales que utilizamos para el consumo depende enormemente de nuestros hábitos. Una persona que utiliza el transporte público para desplazarse emplea una fracción de la energía consumida por otra que lo hace en un coche de gran cilindrada. De la misma forma, los alimentos que tomamos tienen un gran impacto sobre nuestro consumo de recursos, puesto que requieren muy distintas cantidades de agua y energía para producirlos. Por ejemplo, la cantidad de agua necesaria para el ciclo completo de producción de un kilo de fruta es de 962 litros, mientras se requieren 4325 l para producir un kg de carne de pollo o más de 15.000 l para el mismo peso de carne de vacuno.
En los años noventa se introdujo este concepto de huella ecológica, que actualmente tiene un gran peso en la literatura especializada. Indica la superficie que requeriría producir los recursos que una determinada persona, región o país consume anualmente. De alguna forma, intenta medir la capacidad del ecosistema para equilibrar su productividad con la demanda. Simplificando las cosas, refleja si nuestro modo de vida es sostenible o no. Si el terreno necesario para producir los alimentos, materias primas, o energía que consume un determinado país es mucho mayor que su superficie real, podemos decir que ese país mantiene un modo de vida en desequilibrio con su medio. Lógicamente, el comercio mundial permite obtener bienes de otros lugares, equilibrando los recursos propios con otros que podemos llamar intangibles (innovación, cultura, estética…), y que se consideran más valiosos que los recursos en sí que utilizan, lo que explica que muchos países avanzados utilicen más recursos de los que su territorio produce. Ahora bien, para un conjunto global, esta lógica no sería viable, ya que la capacidad de acogida del sistema terrestre tiene unos límites físicos, que pueden expandirse al hilo de nuevas tecnologías, pero que no son infinitos.
La huella ecológica no está relacionada únicamente con la población de un país, sino también, y principalmente, con su nivel de vida y hábitos de consumo: una nación con alta renta tiende a consumir muchos más recursos que una con baja. Estados Unidos, por ejemplo, tiene una huella ecológica per cápita nueve veces superior a la mayor parte de los países africanos más pobres. Ahora bien, observamos asimismo que hay países ricos que tienen unos hábitos de vida y consumo que les permiten compatibilizar una alta riqueza con un impacto menos agresivo sobre el medio ambiente. Por ejemplo, Holanda tiene un valor de huella ecológica muy inferior al de EE.UU. (menos de la mitad), aún contando con mayor índice de desarrollo humano Lo mismo cabe decir de la mayor parte de los países europeos, mientras los africanos o asiáticos tienen la menor huella ecológica del planeta , aunque también el menor índice de desarrollo económico La forma de vida en Norteamérica influye mucho en ese dato, particularmente la tendencia al urbanismo disperso (se consume gran cantidad de energía en el transporte cotidiano), a la movilidad interna, al elevado nivel de consumo y a la alimentación.
Es obvio que nuestros hábitos y nuestro consumo influyen mucho en la cantidad de recursos que utilizamos, y es también evidente que tenemos capacidad de reducir notablemente ese gasto manteniendo un nivel de vida razonable. Hay múltiples actividades cotidianas, decisiones que tomamos todos los días, que tienen gran importancia a la larga sobre nuestro impacto medio-ambiental: desde el medio en que nos transportamos o la frecuencia con la que cambiamos de electrodomésticos, hasta los alimentos que consumimos o la energía que empleamos para mantener un nivel de temperatura agradable.