A pesar de las críticas del evolucionismo al relato bíblico, en el Génesis no se dice que el hombre y los animales fueran creados de la nada, como el resto de los seres, sino del polvo de la tierra. Es revelador que el ser más mimado de Dios, el centro de la creación, hecho a su imagen y semejanza, fuera producto de resto de materia al que el Creador insufló un aliento de vida. ¿Por qué no se lució con su obra preferida haciendo alarde de su omnipotencia? Después de tanta polémica, resulta que Dios fue el artífice del evolucionismo. Donde dice polvo, escríbase mono, que tanto da.
Dios Espíritu puro ama la materia impura, dialoga con ella, se encapricha de ella, se hace Dios-hombre de barro. Vienen estas elucubraciones pseudoteológicas a propósito de la muerte de Jesús del Pozo.
Veía al diseñador madrileño en una entrevista televisiva junto a un maniquí sobre el que disponía con delicadeza una tela. Aquel hombre menudo, de ojos tranquilos en los que brillaba una chispa creadora, usaba el verbo “modelar” para referirse a su trabajo, y su gesto y sus palabras me transportaron al sexto día de la Creación: “Diseñar es ir modelando sobre la persona –explicaba–. En mi trabajo establezco un diálogo con la tela”. Toda creación es diálogo respetuoso con la materia. Quizá, además de para explicar alegóricamente la capacidad de evolución de las cosas creadas, Dios haya querido partir del barro para enseñar a los artistas cómo crear.
Dios juega a hacer hombres con barro; el poeta juega con la palabra, el pintor con el óleo. Jesús del Pozo supo ser poeta de lo esencial, escultor de volúmenes, pintor de matices exactos. Artista total y artesano humilde. Si se lee con detenimiento el Génesis se descubre que, además de evolucionista y primer artista, Dios fue el primer modisto.
Consumado el pecado original, no se conformó con la hoja de parra que Adán y Eva se habían apañado, y que hubiera bastado para salvaguardar su pudor. Dios amaba tanto al hombre y a la mujer, que, a pesar de su enfado, decidió hacerles Él mismo túnicas de piel y los vistió. Me atrevo a decir que en esto del vestido debió de pensar más en Eva que en Adán. Para vestir a la mujer hay que conocerla y amarla. Las mujeres somos muy sensibles a la belleza y perseguimos aquella perfección original del paraíso. En la entrevista televisiva, Jesús del Pozo explicaba sus comienzos en la moda. “Diseñaba mi propia ropa y la gente me preguntaba dónde la adquiría. Por eso abrí una tienda de hombre. Luego resultó que las mujeres de aquellos hombres iban a comprar prendas pero para ellas, por eso empecé a diseñar para mujer. Como siempre, las mujeres ganando terreno”, dice con picardía.
También al principio de todo, la mujer tuvo que ganar terreno. Primero sembrando la soledad en el hombre, luego la insatisfacción de artista en Dios –entre todo lo bueno, no era bueno que faltara ella– y, en la práctica, rascando por el costado, como quien no quiere la cosa. “Se empieza por una costilla… y ya ves”, parece decir el gracejo divino. Acaba la mujer poniendo la guinda de la creación.
Jesús del Pozo conocía y amaba a la mujer, a cada mujer. “Yo quiero mucho a la mujer –decía en la entrevista– y me encanta intentar disimular si existe alguna imperfección y potenciar todo lo positivo”. Hablaba de sus vestidos como piezas, pero siempre al servicio de la mujer. Por eso prefería los diseños puros y sencillos que no ocultaran ni disfrazaran. Las mujeres sabemos de nuestros defectos, pero queremos brillar como si fuéramos una joya única y perfecta. Parte del talento de quien nos vista consiste en mantener en relación de confidencialidad nuestras deficiencias.
Jesús del Pozo supo hacerlo durante décadas y se ganó el respeto, la admiración y la confianza de infantas, artistas y mujeres corrientes. “Lo importante es el trabajo bien hecho –decía el modisto–. No trabajar por el éxito, aunque si viene, bendito sea Dios”. Gracias, Jesús, por ese trabajo divino.
Cristina Abad