La capacidad de resistir los impulsos, demorando o posponiendo una gratificación a fin de alcanzar unas metas (ya sea aprobar un examen, o mantener los propios principios éticos) constituye una parte esencial del buen gobierno de uno mismo.
Resistir los impulsos es el principio más básico del autodominio. Todo impulso es una emoción vehemente que nos pide ser satisfacer de inmediato el deseo que suscita. Lo malo es que tal deseo no suele ser lo más adecuado en ese momento. Por eso, la persona que no es capaz de controlar sus deseos ni sus acciones es muy probable que tampoco sea una persona equilibrada y que cumpla con sus deberes y obligaciones.
El problema está en que, actualmente, la presión de un amplio sector del mundo de la publicidad, del cine, la televisión y la música apelan de modo imprudente a la liberación de los instintos, a la espontaneidad en la conducta y a la entrega del timón de muestra vida a los impulsos que dictan los sentimientos y las pasiones.
Un experimento: En la década de los sesenta, Walter Mischel llevó a cabo desde la Universidad de Stanford una investigación con niños de cuatro años, a los que planteaba un sencillo dilema:”Ahora me tengo que ir, y vendré dentro de un ratito. Si queréis, podéis comeros cada uno su chocolatina, pero si esperáis a que yo vuelva, os daré dos”.
Aquel dilema supuso un auténtico desafío para muchos de los niños. Tenían que decidir entre resistir el deseo primario o autoinhibirse para así poder obtener luego un premio mayor. Es ésta una lucha de indudable trascendencia en la vida de cualquier persona, y de la que depende una gran parte de los éxitos y fracasos que se cosechan.
De dichos niños, aproximadamente dos tercios pasaron la prueba, algunos de ellos con gran esfuerzo, como demostró la filmación que se hizo con cámara oculta. Los demás, más impulsivos, se abalanzaron sobre la chocolatina a los pocos segundos de quedarse en la habitación.
El citado doctor realizó luego un seguimiento de este grupo de niños hasta llegar a su adolescencia. Dicho seguimiento demostró que precisamente aquellos niños que habían sido capaces de retrasar la gratificación y resistir el impulso de comerse la chocolatina fueron luego unos adolescentes más equilibrados y sociables, en tanto que la mayoría de los que no lo fueron, desarrollaron luego conductas problemáticas, que se reflejaban en sus calificaciones escolares y la adicción a las drogas. Los primeros demostraron ser luego personas mucho menos inclinadas a desmoralizarse, más resistentes a la frustración, más decididos y constantes.
El arte de aprender a esperar: No cabe duda de que una persona incapaz de esperar y que se deja guiar por sus impulsos es un pésimo candidato a un sano ejercicio de la libertad. Tales personas demuestran tener muy poco autodominio y demuestran ser caprichosas, inconstantes, inestables e incapaces de asumir compromisos duraderos.
Esta habilidad tan básica se educa desde edad muy temprana, como casi todo en esta vida. Y se educa porque los niños, que son cualquier cosa menos tontos, se dedican a probarnos para ver si pueden sacar de nosotros esa satisfacción inmediata de sus deseos. Y la debilidad de los padres en este sentido es tremendamente antieducativa.
Lo decimos porque no es verdad la afirmación que difundiera en su día el famoso profesor Benjamin Spock de que se pueden generar traumas o frustraciones en los hijos por denegar o retrasar sus peticiones. La espontaneidad es casi siempre irreflexiva y caprichosa. Los niños, de modo espontáneo, es muy difícil que quieran estudiar, recoger su cuarto o levantarse por las mañanas. Al contrario, lo que a un niño con más frecuencia se le ocurre de modo espontáneo suele ser precisamente lo que menos conviene en ese momento concreto.
Nadie en esta vida, a menos que sea un multimillonario malcriado, consigue todo lo que quiere al instante y sin esfuerzo. Pero sí que hay cada vez más niños acostumbrados a conseguir muchas cosas innecesarias sin esfuerzo alguno por su parte, y eso no es educativo. Tales niños demuestran luego ser muy débiles a la hora de enfrentarse al esfuerzo de estudiar o simplemente a la hora de mantener la atención en la clase.
Las personas normales estamos acostumbrados a mantener la fila, a trabajar con plazos, a ahorrar…; a esperar, en definitiva. Además, hemos de ser conscientes de que las cosas valiosas jamás se logran de repente, sino a base de trabajar y esperar. Los niños deben aprender desde muy pequeños que es necesario y bueno esperar, que en la vida casi siempre hay un margen de tiempo entre lo que uno desea y su efectivo cumplimiento. Y también tienen que aprender que, en muchas ocasiones, eso que tanto hemos deseado, sencillamente no se cumple. Este es el llamado aprendizaje de la decepción, tan necesario en el proceso madurativo de cualquier persona.