Es la “rara avis” de la época que nos ha tocado vivir. Es una de las actitudes ajenas al actual modo de comportarnos y su propia rareza delata a quien la posee.
Su práctica, poco frecuente, no es igualmente entendida: depende en gran medida del concepto que cada persona tiene de sí misma y de la altura en la que ha situado el listón de sus merecimientos.
La gratitud diferencia a las personas delicadas y sensibles de las toscas. En general depende, en mucho, de la educación recibida y de la delicadeza que ésta genera.
Su acogida y ejercicio, tiene mucho que ver, con la actitud personal de cada una frente a los demás y con el respeto que le merecen sus acciones y trabajos.
Es consecuencia del amor y, por tanto, opuesta al egoísmo que lleva a pensar únicamente en uno mismo y en el propio provecho.
También de la reflexión, y por no ser compatible con la superficialidad frívola y olvidadiza, no es extraño que el agradecimiento esté ausente de nuestras vidas y limitado su ejercicio a fijarse en las formas y datos materiales, en vez de sus contenidos.
Por ello, no es frecuente escuchar manifestaciones de agradecimiento hacia los demás, ni que se reciban de ellos, por algún beneficio recibido de quien no tenía obligación de hacerlo. Por eso, y porque entre todos, nos hemos hecho creer a nosotros mismos, que somos los mejores en todo y para todo y merecedores de cuanto se nos da. Convencidos de ello, cualquier beneficio, atención o delicadeza no pasa de ser un derecho. Y los derechos, ya se sabe: no se agradecen, se exigen.
La sensatez dice que eso no es así: que somos limitados y que necesitamos todos de todos y como tampoco somos los mejores, precisamos la ayuda generosa de los demás. En consecuencia y como recoge el refrán, “es de bien nacidos… el ser agradecidos”.