Mucho se oye hablar de rectificar y rectificaciones: de las que no se hacen y de las que se tienen que hacer. Pero ¿rectificar qué?
Siempre hemos oímos hablar de las rectificaciones que realizan, los escritores, en sus trabajos. Tratan con ellas de encontrar la expresión más adecuada, oportuna o clara para sus ideas.
Para ello, piensan y dan vueltas a las palabras, hasta lograr establecer el mejor acuerdo entre el mundo de ideas que llevan dentro de sí y el vehículo verbal más oportuno para hacerlo llegar a sus lectores.
Sabemos que se hacen rectificaciones permanentes o casi, en los rumbos de barcos o aviones, para que lleguen al puerto o aeropuerto previstos.
Supone que la persona encargada de realizarlo, además de conocer destino y rumbo, permanece en vigilia, sin nada que lo distraiga, para poder enderezar si se desvía.
Sastres y modistos, tras las correspondientes pruebas, también rectifican, para que, acabadas, las prendas “sienten bien” a sus clientes y no les “hagan arrugas”.
Y lo hacen principalmente los que ocupan los primeros puestos en el arte de la aguja . Ellos saben cortar y lo hacen bien: pero su arte no radica en saber hacer prendas impecables para un maniquí, consiste en conocer al cliente y adaptarle la prenda como si lo fuera.
La claridad que proporciona la luz de estos pocos ejemplos es suficiente para delatar en hechos y palabras de nuestra vida cotidiana, en la nuestra, no en la de los demás, notables escaseces de reflexión, de estudio, de vigilancia, de esfuerzo, de generosidad, de sacrificio, de imaginación.
Y también delatar la ausencia de corazones grandes, de miradas amplias, de comprensión creciente… y de poner en práctica la sana costumbre de hacer la oportuna rectificación, cuando el asunto lo requiera.