La tendencia a exagerar o repetir lugares comunes para reforzar un punto de vista es bastante común a muchas ideologías. Parece razonable desconfiar de presentaciones demasiado simplistas de problemas que son de suyo muy complejos. Es cierto que cuanto más graves se perciban los problemas, más fácil será tomar decisiones que requieren sacrificios sociales y económicos, pero eso no puede hacerse sacrificando aspectos de la realidad que son claves para entenderla.
Introducir simplificaciones abusivas, mezclando observaciones con hipótesis, datos puntuales con tendencias, fenómenos localizados con extrapolaciones, a veces bastante gratuitas, no ayuda a la larga a consolidar esas decisiones de gran alcance. Por ejemplo, indicar que hay 500 millones de personas que mueren de hambre en el planeta mueve más a una sociedad que cifrar ese número en, por ejemplo, 50, pero es preciso ser riguroso a la hora de cuantificar esa carestía, por el simple hecho de mantener nuestro compromiso con la verdad, especialmente si somos investigadores. Bastaría que hubiera un solo habitante del planeta muriendo por carencia de recursos que otros países tenemos en abundancia para tomar decisiones drásticas sobre el problema del hambre. Sin embargo, los seres humanos parece que necesitamos grandes cifras para cambiar nuestras jerarquías.
En este ámbito de la protección ambiental no cabe duda que las decisiones que afectan a nuestro modo de vida en el planeta son graves y necesarias. El estado real de deterioro de la Tierra, sin embargo, no siempre corresponde a la visión apocalíptica que aparece en algunos medios de comunicación, o en escritos de pensadores ambientales, tal vez más preocupados por el argumento y menos por los datos empíricos, lo que da lugar a una excesiva simplificación de la realidad. Podríamos poner muchos ejemplos de estas exageraciones:
Uno de los casos más comentados de esta tendencia apocalíptica fue el informe presentado al club de Roma por el MIT. Los “Límites del crecimiento” (Meadows et al., 1972) se convirtió en un best-seller mundial, con más de cuatro millones de copias, y tuvo un enorme impacto en la opinión y las acciones políticas de los años posteriores. A partir de los datos disponibles, y de una serie de asunciones sobre crecimiento y reservas conocidas, infería ese informe que a finales de los noventa se habría terminado la mayor parte de las fuentes de energía y materias primas del planeta, además de que casi una quinta de la población habría sucumbido a la crisis alimentaria previsible. Afortunadamente para nosotros la mayor parte de esos cálculos y predicciones se han demostrado completamente equivocadas, como ya intentaron demostrar varios economistas poco después de la publicación del informe (Clark, 1977).
Los conflictos sobre el agua también han entrado en la agenda de algunos pensadores más o menos catastrofistas. Por ejemplo, en 1993 declaró Joye Starr en la Cumbre Global sobre el agua, que “naciones como Israel y Jordania tienen sólo diez o quince años antes de que la agricultura y, en última instancia, su seguridad alimentaria esté seriamente comprometida» (citado por Vesilind, 1993). Casi veinte años más tarde, no parece que estos países tengan especiales problemas de abastecimiento alimentario, si bien no cabe duda que el agua forma parte de los elementos básicos para la vida, y es preciso asegurar su acceso como un derecho humano básico. Los estudios más recientes ponen el énfasis en la importancia del comercio de alimentos, que supone también mover grandes cantidades de agua (la necesaria para producirlos), y mejorar los sistemas de depuración, reutilización y riego.
Estos dos ejemplos avalan la tendencia al catastrófismo de algunos supuestos ecologistas, que en nada favorecen el cuidado de este maravilloso planeta tierra que nos ha sido entregado.