La ética de la inocencia

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El Ministerio de Sanidad, dentro del programa de restricciones del consumo de bebidas alcohólicas, estudia “prohibir el consumo de alcohol por parte de los adultos en aquellos espacios públicos en los que puedan acudir menores”. Si alguien quiere beber, que lo haga fuera de la vista de los más pequeños, que beba cuanto quiera pero que no dé mal ejemplo: eso no es ético.

La verdad es que hace tiempo que la ética está bajo mínimos. No tenemos nada claro cuáles son los límites de nuestro obrar, qué está bien y qué está mal. El intento de encontrar una ética mínima, unos consensos mínimos, nos ha llevado a la anorexia moral. Pero, por suerte, parece que nos queda una esperanza: los niños.

Lo hemos dicho muchas veces: los hijos nos hacen ser mejores personas. Ellos nos obligan (más que ninguna ley) a intentar ser mejores, a no darles mal ejemplo, a distinguir entre lo que vale de verdad y lo que no, a diferenciar entre lo que está bien y lo que nos viene bien, a buscar en lo más profundo de nuestra conciencia, allí donde permanece calentándonos e iluminándonos esa llamita de la inocencia que nunca se apaga por mucho que olvidemos alimentarla.

Por eso, quien maltrata de cualquier forma a un niño, lo manipula o lo escandaliza nos parece un ser despreciable. No sólo porque atenta contra una persona indefensa, sino porque ensucia lo más puro y limpio que nos queda y renuncia a recuperar la inocencia con que vinimos al mundo.

Los expertos buscan un consenso moral y hablan de ética mínima (Adela Cortina), de ética de la intersubjetividad (Jürgen Habermas), de ética de la hospitalidad (Daniel Innerarity), etc., pero quizá habría que recuperar una ética de la inocencia, aquella que tiene como criterio moral la pureza de los niños.

La ética de la inocencia interpreta el precepto de los preceptos, a saber, “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”, de este otro modo: “no hagas nunca lo que no harías delante de un niño”, como si ellos fueran el espejo de nuestra conciencia. No nos extrañe, pues, que haya quienes quieran “corromper” a los niños y lo intenten de mil maneras (por ejemplo, acelerando su entrada en la adolescencia, generalizando la pornografía o proponiendo a los menores comportamientos adultos), pues saben que ellos son el último bastión sin derribar que le queda a la conciencia.

Está bien que nos obliguemos a tener un determinado comportamiento ético delante de los niños, porque, aunque no lo mantengamos cuando ellos ya se han ido a la cama, nos recordamos a nosotros mismos que las cosas se pueden hacer mejor. No es poco lo que esos pequeños nos enseñan, como mínimo que todavía somos capaces de percibir y desear la inocencia.

La ética de la inocencia nos invita a reflexionar de esta manera: “¿Haría esto si estuvieran mis hijos delante?”. Mientras haya niños y nos preocupemos por no darles mal ejemplo, intentaremos ser mejores o, por lo menos, sabremos que podemos serlo.

 Pilar Guembe y Carlos Goñi

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