Decía Chesterton que se cae en la idolatría no sólo por la creación de falsos dioses, sino también por la invención de nuevos demonios. Por ejemplo la crisis, diablo de moda que lo justifica todo.
El Poder, siempre dispuesto a convertirse en poder absoluto, utiliza el miedo con la maestría de siempre y evita así reconocer que las grandes heridas de nuestra sociedad son la corrupción moral y la cobardía.
La realidad cotidiana atormenta a cientos de miles de familias y las empobrece hasta límites indecentes. Los políticos y financieros intentan solucionar un problema creado por ellos y piden paciencia y rescates, pero a un precio que pagan otros. Otros -más bien casi todos- que disfrutábamos con frivolidad de la fiesta, pensando que los “tipos de interés” eran personas interesantes. Luego llegó la vida procedente de Alemania y se acabó la diversión.
La sociedad occidental -¿poscristiana sin remedio?- padece una brutal crisis de identidad y se muestra incapaz de reducir las injusticias y la violencia. Occidente impone un legalismo paradójico que dice asegurar más libertades que nunca, pero que nos hace menos libres.
La religión y la ciencia también tienen sus demonios. La primera cuando cae en fanatismos impíos o levanta guetos espirituales. La segunda al presentarse como la única verdad y rechazar el azar, la risa o el misterio. Empeñada, como escribió Buñuel, “en halagar en nosotros una omnipotencia que conduce a nuestra destrucción”.
La salida de este caos social se antoja difícil, pero pasa sin duda por reivindicar la justicia y no tener miedo a la libertad –la que Dios quiso para sus hijos–, asuntos clave en el pontificado de Francisco. Pero requiere también aplicar la doctrina social de la Iglesia, que reclama que los recursos no sean propiedad del Estado, pero tampoco de una plutocracia que los monopoliza en vez de distribuirlos. De otro modo, la decadencia espiritual nos empujará una vez más a colar el mosquito y tragarnos el camello.
En la premonitoria y ya clásica novela Un mundo feliz, la neumática Lenina aseguraba que la ilusión de una felicidad universal exigía que “la sociedad sea manipulada, la libertad de elección y expresión reducida, y el intelecto y las emociones inhibidas”.
Nuestro mundo se parece cada vez más al inhumano mundo que imaginó Huxley. Cambiarlo requiere discernimiento (crítico), acción (comprometida), desobediencia (inteligente). Y sobre todo misericordia. Mucha misericordia.
Ignacio Uría
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