Quien opone vida y razón suele olvidar que, lejos de ser una facultad inerte, la razón tiene intereses, y que son precisamente estos intereses los que prestan a la vida humana su dimensión y relieve más característicos. Kant los concentraba en torno a tres preguntas fundamentales: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo esperar?, que consideraba que podían resumirse en un cuarto interrogante: ¿qué es el hombre? Aunque estas preguntas conciernen en último término a todo hombre, profundizar en ellas de forma rigurosa es lo propio de esa actividad que llamamos filosofía.
Que incluso en una civilización pragmática y de miras cortas como la nuestra la filosofía ocupe todavía un lugar en la educación puede considerarse, en el peor de los casos, una inercia de los sistemas educativos; en el mejor, una apuesta consciente por el único ejercicio de la razón que puede hacer frente al dominio de lo trivial que hoy caracteriza la opinión pública, donde las cuestiones más intrascendentes conviven y remplazan con la mayor celeridad a otras que tal vez merecerían una consideración más detenida.
Distinguir lo importante de lo no importante es para muchos la tarea de toda una vida. La pervivencia de la filosofía, más allá de la orientación que cada filósofo imprima a sus reflexiones, constituye por sí sola un recordatorio, hoy particularmente necesario, de que la vida humana no puede considerarse una simple función de la supervivencia; un indicio de que la razón no se satisface con vanos ejercicios dialécticos, al servicio de intereses distintos de la verdad.
El título de este artículo evoca un libro recién publicado por mis colegas Lourdes Flamarique y Claudia Carbonell , «La posverdad, o el dominio de lo trivial», en el que, tomando pie del debate sobre la posverdad, que afloró con virulencia hace ya casi tres años, se plantea abiertamente la cuestión de la verdad, que es, en definitiva, el gran interés de la filosofía.
Naturalmente, hay verdades y verdades. Cada cual, el filósofo, el científico, el artista… persigue la propia de su ámbito, igual que todos perseguimos, con mayor o menor acierto, esa verdad que Aristóteles designó una vez como «verdad práctica», la verdad de la acción y, en último término, la verdad de la vida. Sin embargo, las verdades cuya ausencia desató la alarma de amplios sectores de la sociedad, hasta convertir el término posverdad en un tema de tertulia durante la friolera de varios meses, son humildes verdades fácticas. Esas que, envueltas en una retórica más o menos persuasiva, tienen relevancia para la vida política: ¿ocurrió o no ocurrió tal cosa? ¿Dijo la verdad el candidato? ¿Estaba equivocado o mintió deliberadamente? En este contexto, lo que el término posverdad pretendía poner de manifiesto es lo aterrador de un estado cultural marcado por una aparente indiferencia hacia la verdad, en el que ya no importa tanto lo que dijo cuanto el modo en que lo dijo.
Sin duda, como apuntaba Aristóteles en su Retórica, para un discurso eficaz no basta solo el argumento, sino la capacidad de llegar al público, la apariencia de integridad… El problema aparece cuando la atención se dirige casi exclusivamente a estos aspectos, hasta extremos que rayan lo ridículo, y entre medias se sacrifica la verdad. Porque, como argumentaba Hannah Arendt en un célebre ensayo, esto resulta letal para la credibilidad de la política.
El discurso populista constituye una reacción profundamente emocional frente al discurso aséptico de una tecnocracia políticamente correcta. Pero ambos sacrifican la verdad y terminan recurriendo a estrategias retóricas parecidas para hacerse un lugar en el escenario. Formar una ciudadanía crítica, capaz de sustraerse a la dialéctica y a la superficialidad de discursos vacíos, requiere algo más que retórica: requiere esa clase de libertad que solo se conquista mediante un disciplinado amor a la verdad y un exigente ejercicio de autocrítica frente al dominio de lo efímero. De eso, no de otra cosa, trata la filosofía.