George Orwell o la derrota de la verdad

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Se han cumplido sesenta años de la publicación de 1984, la novela de George Orwell que alertaba contra el surgimiento de un Estado que lo controla todo. Aunque las amenazas totalitarias que vislumbró el escritor británico parecen haberse desvanecido, su mensaje sigue siendo actual. Hoy el equivalente del Ministerio de la Verdad se dedica a eliminar la diferencia entre lo real y lo inventado y a prohibir determinadas preguntas. Así lo hace notar el profesor Alfredo Cruz en un artículo publicado en Nuestro Tiempo (mayo-junio, 2009).

(Aceprensa) Es difícil que el lector actual pueda temer al “Gran Hermano” del que habló Orwell: ese símbolo del control omnipresente que materializaron el nazismo y, años después, la dictadura comunista de Stalin. “La idea de un aparato político que controla la vida entera de los hombres (…) es algo que pertenece al pasado, es una imagen que no consigue alarmarnos, pues se nos antoja imposible que vuelva a cobrar realidad”.

Pero sería un error pensar que la advertencia de Orwell frente al totalitarismo ha perdido vigencia. Si miramos al fondo de la novela, como sugiere Cruz, encontraremos un inquietante paralelismo con la época actual. “Puede que las ideologías mesiánicas, la instrumentalización sistemática de los individuos o la política de la sospecha y la delación, estén lejos de nosotros y sea difícil su vuelta. Pero la hostilidad a la verdad, el cuestionamiento escéptico de que pueda haberla realmente, y el esfuerzo por ampliar el campo de la manipulación, y perfeccionar sus métodos, nos acompaña todos los días”.

“Quien afirma que en política no hay lógica, y que, por lo tanto, todo es posible y aceptable, dado que carecemos de principios, valores y argumentos racionales, puede acabar gobernando un país democrático; mientras que el que reconoce públicamente que no puede sostener que ser homosexual sea equivalente a ser heterosexual, se ve declarado no apto para la actividad parlamentaria”.

¿Quién se atreve hoy a decir abiertamente que lo concebido por una mujer solo puede ser otro ser humano porque, de lo contrario, ella misma tampoco lo sería? ¿Quién se aventura a sostener que todo ser humano es varón o mujer antes de tener orientación sexual alguna, y que la única orientación sexual normal, razonable es la que corresponde a lo que uno es; o que la única forma de convivencia conyugal que es verdaderamente de interés social, es el matrimonio entre un hombre y una mujer? (…)”

Debates prohibidos

“El peligro que corre quien afirme tales cosas no consiste en que sus afirmaciones puedan ser discutidas, como tampoco consiste en que, de esta discusión, pudieran salir finalmente refutadas. El peligro está en que ni siquiera se admitirá entrar a discutirlas. Y no admitir la discusión supone no admitir, por principio, la posibilidad de que una cosa resulte a la postre verdadera. En otras palabras, supone haber hecho de la diferencia entre verdad y falsedad una cuestión posterior y dependiente de la posición adoptada por nuestra voluntad”.

En la nueva sociedad opresiva, el intento de introducir ciertas ideas en el discurso público se tacha de osadía. No hay lugar para el debate racional; no se admite por principio la posibilidad de llegar a unas preferencias razonables. Esta es, según Cruz, la esencia del totalitarismo sobre el que alertaba Orwell: eliminar, desde el poder, la diferencia entre lo real y lo inventado.

“Cuando no hay verdadero debate y argumentación; cuando no se afrontan las cuestiones en sí mismas consideradas; cuando los razonamientos son puramente tácticos y falaces, y no se nutren sino del recurso perezoso a tópicos y consignas, la cuestión de la verdad se ha hecho irrelevante. No es que el poder cree la verdad –como pretende el Partido en la novela de Orwell–, sino que puede desentenderse de esta tarea totalitaria, porque, sencillamente, el hecho de que algo sea verdadero o falso ha perdido todo interés, lo cual abre una vía más cómoda hacia el totalitarismo”.

La ausencia de un debate serio de ideas da lugar a una batalla campal, donde los tópicos y los eslóganes sirven como armas arrojadizas. No importa si una idea es verdadera o falsa, “sino si es progresista o conservadora, de izquierdas o de derechas, crítica o dogmática, feminista o machista, u otras cosas por el estilo (…); lo único que realmente cuenta es el peso de estas etiquetas, producidas por esa extraña mezcla de simpleza intelectual, afán de revancha y necesidad de redimirse”.

De esta forma, se cumple al pie de la letra la novela de Orwell: el totalitarismo aparece cuando el Partido tiene siempre el control de la verdad. Los que renuncian a la discusión racional “constituyen la clase de tropa, dócil y disciplinada, que el totalitarismo necesita, pues siempre serán otros, con más poder e influencia que ellos, los que decidan en cada momento qué pasa a ser de izquierdas y qué pasa a ser de derechas: qué etiqueta va adherida a cada idea”.

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