Guerra fría en el Mar Negro

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Como si fuera la tradicional muñeca rusa, la crisis ucraniana esconde en su interior un conflicto irresuelto. Rusia y Estados Unidos se disputan el control de esta frontera mundiaL, mientras Alemania y Francia apuestan por un plan de paz liderado por la ONU.

FUENTE: Francisco Guaita , periodista de RT News (Moscú) -Revista Nuestro Tiempo

El techo de la casa de Sergei, de unos sesenta años de edad, ha pasado a ser el cielo de Donetsk, región del este de Ucrania. De repente, su hogar voló por los aires. Por suerte, ningún miembro de su familia se encontraba en casa cuando un misil cayó en su parcela.

Al igual que muchos ciudadanos de la zona oriental de Ucrania, Sergei se ha convertido en un observador involuntario de la guerra. La zona donde reside, a las afueras de la ciudad de Donetsk, es uno de los epicentros de los choques entre el Ejército ucraniano y las milicias prorrusas, que comenzaron en abril de 2014.

Ahora, contemplando su casa convertida en un montón de escombros, a Sergei le acompañan varios vecinos. No hay mucho que hacer. Solo han quedado en pie algunas paredes. El silencio se ve interrumpido por un susurro del propio Sergei: «¿Ahora, qué voy a hacer? ¿Adónde iré?». A pesar de que mantiene la calma, a través de su mirada se percibe el desasosiego del país.

Su relato ilustra la guerra en primera persona del singular. Para cada uno de los heridos o refugiados, sobrevivir no es una metáfora sino una palabra que se entiende desde su acepción literal: vivir con escasos medios o en condiciones adversas. Todos desean volver a la normalidad.

Sin embargo, esa sensación de premura para que se detenga la guerra se difumina al entrar en las oficinas de los políticos o al presenciar las ruedas de prensa de los militares. Allí la urgencia parece mucho más ambigua. Según aumentan los kilómetros de distancia del lugar donde se desarrolla el conflicto, la política gana peso. Desde esa latitud, varios actores internacionales han iniciado movimientos estratégicos en una partida geopolítica donde los auténticos protagonistas son Rusia y Estados Unidos, con la Unión Europea como actor secundario.

 Un largo enfrentamiento

La violencia en Ucrania comenzó en noviembre de 2013, pero el conflicto hunde sus raíces en un debate de identidad que divide a la población desde hace décadas. Una parte del país —principalmente las regiones situadas al oeste— mira hacia Occidente, mientras que otra parte —el este y el sur, más ricos e industrializados— apuesta por las alianzas tradicionales con Rusia.

Precisamente, la chispa que encendió las protestas en Kiev fue la negativa del entonces presidente, el prorruso Víktor Yanukóvich, a firmar un acuerdo de libre comercio con la Unión Europea. La represión del Berkut —cuerpo de élite de los antidisturbios— en la Plaza de la Independencia de Kiev contra varios centenares de manifestantes proeuropeos provocó un estallido popular en las calles de la capital ucraniana.

Fueron casi tres meses de protestas diarias que no cesaron hasta la caída de Yanukóvich, un presidente con mucho apoyo político del este del país, pero acusado de corrupto (en su casa de campo se descubrió un zoo, un helipuerto y un campo de golf), y que terminó recibiendo asilo político en Rusia tras su derrocamiento.

Desde el inicio de las revueltas, su gobierno subestimó el poder de los opositores, fuerza compuesta por europeístas y liberales, además de los ultranacionalistas, que se subieron al carro de las protestas confiando en que les aportarían réditos políticos. Con el paso de los días, el grito ciudadano se fue transformando. Acercarse a la Unión Europea dejó de ser el principal motivo de las manifestaciones, que se convirtieron entonces en un simple escaparate donde mostrar el descontento que existía en una parte del país.

Desde ese momento, la metamorfosis también se convirtió en algo explícito. Las manifestaciones pacíficas se entremezclaron con acciones violentas en la plaza Maidan. Los más radicales ocuparon edificios públicos y semana a semana ganaron aceptación social ante la pasividad de Yanukóvich. El presidente aseguraba que los opositores no tenían la más mínima intención de llegar a un acuerdo.

En el exterior, comenzaron las declaraciones. Moscú, Bruselas y Washington tejían su retórica acerca de la crisis e iban aumentando la presión sobre Yanukóvich. Meses antes de la posible firma comercial con la Unión Europea, Rusia ya había impuesto con sanciones comerciales a Ucrania como anuncio del conflicto económico que supondría distanciarse de Moscú (una cuarta parte de las exportaciones ucranianas van a Rusia). Entre otras medidas, el precio del gas, instrumento que ha utilizado el Kremlin para presionar al gobierno de Kiev. La mitad de las casas ucranianas depende del suministro del país vecino. Después de que Yanukóvich cancelara su acuerdo con la Unión Europea, Putin rebajó el precio del gas exportado a Ucrania un 35 por ciento.

Por su parte, Bruselas y Washington criticaron el comportamiento ruso, pero no se quedaron de brazos cruzados. Cada semana llegaban a Kiev jefes de la diplomacia occidental. Allí se daban insólitos baños de multitudes entre los manifestantes. Todo ello, a poco menos de un kilómetro del palacio del jefe de Estado, Viktor Yanukóvich.

La filtración, a principios de febrero de 2014, de una conversación entre la subsecretaria de Estado norteamericana para Asuntos Europeos, Victoria Nuland, y el embajador estadounidense en Ucrania, Geoffrey Pyatt, agravó el problema: ambos diplomáticos debatían sobre quién debería ser el futuro presidente del gobierno ucraniano. «Yo creo que Yats —refiriéndose a Arseni Yatseniuk, exministro de 39 años y uno de los tres líderes de la oposición— es el hombre. Tiene experiencia en economía y en gobierno», afirmaba Nuland. El 27 de febrero de 2014, el tecnócrata y europeísta Yatseniuk resultó elegido primer ministro.

 

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