Algunos investigadores, llevados tal vez por una humildad mal entendida, afirman que el ser humano es insignificante para afectar al sistema ambiental terrestre, controlado por leyes físicas que exceden considerablemente nuestra capacidad de alterarlas. Ciertamente, nuestro planeta tiene unas magnitudes que nos exceden considerablemente, pero también es importante subrayar que muestra un equilibrio sumamente frágil. Varios autores han subrayado el carácter único de nuestro planeta como fuente de vida (Ward y Brownlee, 2000), fruto de una conjunción extraordinaria de “convergencias”.
Nuestro planeta no es uno más entre los cientos de millones que pueden existir en la inmensidad de las galaxias, sino que tiene unas características muy extraordinarias que parecen apuntar en una dirección eficaz para albergar la vida:
· Estamos en una posición idónea en una galaxia media (que permite la formación de metales, con una radiación cósmica aceptable).
· Somos parte del sistema planetario de una estrella de tamaño medio, el sol, no demasiado caliente (lo que le llevaría a emitir radiaciones muy energéticas), ni demasiado fría (que no permitiría la evolución de la vida).
· Ocupamos un lugar adecuado en el sistema solar, no demasiado lejos del sol, que lo haría muy frío, ni demasiado cerca, lo que supondría un calor insoportable, en ambos casos imposibilitando encontrar agua líquida.
· Tenemos otros planetas «cercanos» con tamaño suficientemente grande (Júpiter) como para bloquear buen parte de los asteroides que de otra forma caerían en la Tierra (los que sí cayeron tuvieron efectos catastróficos, alterando drásticamente las condiciones ecológicas del planeta).
· Se trata de un planeta de un tamaño ideal, que le permite tener una atmósfera capaz de regular la temperatura, y una composición geológica que le permite disponer de placas tectónicas en movimiento sobre una superficie viscosa, origen de las variaciones del relieve que conocemos, y que además genera corrientes magnéticas que previenen la radiación solar de alta energía.
· Cuenta la Tierra con una inclinación óptima sobre su eje de rotación, que explica la existencia de estaciones climáticas, claves para originar la diversidad de especies que disponemos.
· Finalmente, la Tierra tiene un satélite del tamaño adecuado, que le permite estabilizar la gravedad y regular la velocidad de rotación terrestre, además de explicar el movimiento de las mareas, que afectan también al movimiento de los continentes.
En resumen, la bajísima probabilidad de que todos estos factores se den en un sólo sitio ha llevado a diversos autores a enunciar el llamado «principio antrópico», según el cual nuestro planeta ha seguido una evolución convergente que habría sido «guiada» hacia la aparición del ser humano. La ciencia no va a afirmar si esa evolución está orientada por un diseño divino o no, ya que se trata de una cuestión teológica que no puede por sí mismo dilucidar, pero al menos señala que la coincidencia de tantos factores resulta estadísticamente despreciable.
En ese marco planetario se entiende mejor que el equilibrio ambiental del planeta se mueve en unos márgenes relativamente estrechos. La pregunta de fondo es si los seres humanos somos capaces de alterar ese equilibrio, con consecuencias nefastas para el conjunto del sistema y, en última instancia, para nosotros mismos como especie. Basta mirar algunas imágenes de satélite para indicar que esa transformación global de las condiciones naturales del planeta ya ha ocurrido, especialmente a través de la enorme transformación de la cobertura del suelo: desde la introducción de la agricultura en el Neolítico hasta las deforestaciones tropicales de las últimas décadas, la alteración de la superficie terrestre que hemos realizado es de una magnitud realmente impresionante.
Se calcula que más del 50% de los bosques naturales del mundo se han transformado en pastizales o cultivos, de modo particularmente acelerado en las últimas décadas, donde se ha concentrado en bosques tropicales. El cambio de bosques a cultivos supone una transformación del balance de CO2 en la atmósfera, una alteración del ciclo hidrológico (pues las plantas interceptan, retienen y transpiran agua), una modificación de las características de los suelos (erosión, pérdida de materia orgánica), y una pérdida de biodiversidad (los bosques son «santuarios de la vida»). La transformación forestal – agrícola pueden verse en múltiples lugares del planeta, pero resulta especialmente nítido en las últimas décadas en los países tropicales.
Las estimaciones más confiables realizadas a partir de imágenes de satélite nos indican que casi 10 millones de hectáreas se deforestan anualmente en todo el planeta, una superficie equivalente a Portugal. Los últimos informes de la FAO indican que el ritmo es ahora más lento que hace unas décadas, aunque siguen en la misma dirección (una información más detallada a partir de último inventario de recursos forestales mundiales puede consultarse en la página web de la FAO: http://www.fao.org/forestry/fra/es/).
Otros impactos humanos sobre el medio ambiente hacen referencia al deterioro de los océanos, a la minería y las construcciones de ciudades e infraestructuras de transporte. Estos últimos son más localizados espacialmente, pero tienen mayor permanencia en el tiempo, ya que suponen transformaciones casi irreversibles de las condiciones naturales . Todos estos datos nos indican que efectivamente el ser humano está alterando el fino equilibrio ecológico y las condiciones de nuestro planeta.