Entre las pruebas de la existencia de Dios, el argumento teleológico ocupa un lugar destacado a lo largo de la historia y también en la actualidad. Fue articulado con especial vigor por Tomás de Aquino, quien utilizó las ideas de Aristóteles pero las situó en un nuevo contexto. A lo largo de su obra propuso diferentes formulaciones del argumento, entre las cuales destaca la «quinta vía» para demostrar la existencia de Dios.
Este es el texto de la quinta vía: «La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que algunas cosas que carecen de conocimiento, concretamente los cuerpos naturales, obran por un fin: lo cual se pone de manifiesto porque siempre o muy frecuentemente obran de la misma manera para conseguir lo mejor; de donde es patente que llegan al fin no por azar, sino intencionadamente. Pero los seres que no tienen conocimiento no tienden al fin sino dirigidos por algún ser cognoscente e inteligente, como la flecha es dirigida por el arquero. Luego existe un ser inteligente por el cual todas las cosas naturales se ordenan al fin: y a este ser le llamamos Dios» (Tomás de Aquino, Suma Teológica , I, q. 2, a. 3, c.).
El argumento se refiere a los cuerpos naturales («corpora naturalia»), que carecen de conocimiento. Incluye, por tanto, toda la actividad natural que se despliega independientemente del conocimiento: la de los seres no vivientes, y también la actividad de los vivientes que no depende del conocimiento (la actividad orgánica, con todas sus funciones). Se afirma que los cuerpos naturales obran de la misma manera siempre o casi siempre («semper aut frequentius»). Se trata de una afirmación extraída de la experiencia ordinaria y, bajo esa perspectiva, no ofrece dificultad: es verdadera, tanto en el ámbito de los vivientes como de los demás entes naturales. Tomás de Aquino se limita al conocimiento ordinario, pero su afirmación puede extenderse, sin dificultad, a la naturaleza tal como aparece ante la cosmovisión científica actual.
La constancia en el modo de obrar manifiesta que la actividad natural corresponde a tendencias que surgen de la naturaleza de los cuerpos. La regularidad de la actividad natural permite afirmar su carácter finalista: se excluye que los cuerpos naturales alcancen su fin por azar, porque lo alcanzan obrando de la misma manera siempre o casi siempre, y los efectos del azar no son regulares. El dinamismo natural es tendencial, y las tendencias se dirigen hacia la consecución de un fin que viene identificado con un bien.
La referencia al bien es el punto central del argumento. Se afirma que los cuerpos naturales obran en vistas a un fin («operantur propter finem»), llegan al fin («perveniunt ad finem»), y tienden hacia el fin («tendunt in finem»), y que ese fin es algo óptimo. Esta referencia no sólo al bien, sino a lo óptimo, es fundamental: sin ella, el argumento no permitiría afirmar la existencia de Dios. La cosmovisión actual proporciona nuevas bases para comprobar el valor de la actividad natural y de sus resultados: en efecto, permite conocer con detalle la perfección de los mecanismos naturales en los individuos, y la organización de la naturaleza en diferentes niveles cooperativos que hacen posible la existencia humana.
Nos encontramos, por tanto, ante una actividad natural altamente direccional y racional, llevada a cabo por seres que carecen de conocimiento. Los cuerpos naturales no pueden tener esa direccionalidad por sí mismos, pues carecen de inteligencia. De ahí que sea preciso recurrir a una inteligencia capaz de dar razón de las tendencias naturales y de su ordenación hacia el bien. Por consiguiente, debe tratarse de una inteligencia que supera completamente a la naturaleza; más aún, de una inteligencia que ha previsto el modo de ser de lo natural y las tendencias que de él derivan: y sólo un Dios personal creador puede dar a lo natural su ser y su modo de ser.
En efecto, la inteligencia ordenadora corresponde al Ser que ordena todas las cosas naturales hacia su fin («a quo omnes res naturales ordinantur in finem»). Debe tratarse, pues, no sólo de un ser diferente de la naturaleza, sino precisamente del Ser que es el autor de la naturaleza, porque sólo ese Ser puede producir unas tendencias que se encuentran inscritas en el interior de los cuerpos naturales. No basta, por tanto, recurrir a un ser que ordene los cuerpos desde fuera, imprimiéndoles algún tipo de movimiento: es preciso admitir la existencia de un Dios personal creador.
La quinta vía mantiene su valor en la actualidad, porque todos los aspectos mencionados son coherentes con la cosmovisión científica actual. Incluso puede decirse que el progreso científico amplía notablemente el ámbito de los hechos que sirven de base a las consideraciones contenidas en la quinta vía. En ese sentido, la quinta vía viene reforzada por ese progreso.
En definitiva, la finalidad natural, que consiste en una tendencia habitual hacia algo óptimo, postula una inteligencia: relacionar, dirigir, ordenar hacia un objetivo óptimo que se alcanza de modo habitual, son operaciones propias de una inteligencia. Y, si se tiene en cuenta que esa dirección afecta a las tendencias naturales y, por tanto, al modo de ser de lo natural, resulta lógico afirmar la existencia del Dios personal creador. La cosmovisión actual proporciona al argumento teleológico una base que es más compleja que la proporcionada por la experiencia ordinaria, pero la supera ampliamente en profundidad y precisión.