Una de las tendencias más claras en la moderna regulación legal de las relaciones familiares es su creciente desvinculación de las realidades naturales sobre las que se basan. Eso ha pasado, en primer lugar, con el matrimonio, que ha perdido legalmente su heterosexualidad (y con ella su relación con la procreación) mediante la admisión del matrimonio entre personas del mismo sexo. Parece que ahora ha llegado el turno de la filiación: también aquí el elemento biológico es sustituido por la voluntad y los deseos de los adultos implicados.
La clave de esa deconstrucción del concepto legal de filiación se encuentra en la pérdida de importancia del vínculo biológico (legalmente son padres el hombre y la mujer que han tenido relaciones sexuales, fruto de las cuales ha nacido el hijo), sustituido por la voluntad, o mejor, el deseo de ser padres (son padres quienes desean ser padres). Este planteamiento está directísimamente relacionado, a su vez, con el llamado “derecho al hijo”, de existencia más que dudosa: según este planteamiento, quien desea tener un hijo tiene derecho a tenerlo, por cualquier vía, y a ser considerado padre legalmente.
Un buen ejemplo de todo ello puede ser el que ofrece Irène Théry, socióloga francesa y coautora, junto con la jurista Anne-Marie Leroyer, de un estudio titulado Filiation, origines, parentalité (“Filiación, orígenes, parentalidad”).
Para ser legalmente padre no hace falta el elemento biológico, sino que basta con la voluntad de serlo. De esta significativa contestación de Irène Théry me gustaría resaltar dos cosas:
La primera, que lo importante parece ser reconocerse como padre, lo que equivale a decir que el centro de gravedad de la filiación no está en una realidad objetiva (la procedencia biológica), que me obliga a prestar a ese niño la protección y auxilio que necesita, sino en el sentimiento por el que me reconozco padre. Esto tiene una cara positiva, frecuentemente afirmada, y otra negativa, casi siempre obviada: la primera, es que allí donde me reconozco padre, la ley debe reconocerme como padre; la negativa es saber qué ocurre cuando deje de reconocerme como padre (y no está de más pensar en los casos de rechazo de bebés producto de vientres de alquiler, por presentar enfermedades o defectos congénitos).
Lo segundo es que, de acuerdo con lo anterior, no es padre, en cambio, esa “tercera persona” que ha aportado su capacidad procreativa: este sería, diríamos, un cooperador necesario, pero nada más, que desaparecería discretamente de la vida de su hijo (biológico).
Con esta operación, se separa la filiación de su fundamento biológico en un doble sentido: para ser legalmente padre no hace falta el elemento biológico, sino que basta con la voluntad (entendida básicamente como deseo); y para ser legalmente padre el elemento biológico no es suficiente (puedo ser un mero aportante de material biológico, es decir, de mi “capacidad procreativa”).
Para que eso pueda ser así, es preciso partir de una definición puramente legal de padre o madre, que pasa a ser cualquier persona a la que la ley atribuya tal condición. Lo grave es que ello va unido a una nueva desvinculación entre la paternidad o maternidad legal y la biología. Tras las reformas legales que permiten la adopción por dos personas del mismo sexo o el empleo de técnicas de reproducción asistida por parejas homosexuales, pueden ser considerados legalmente padres o madres de un niño quienes biológicamente nunca podrían serlo. Se afianza, por tanto una visión crecientemente “desencarnada” de la filiación, cuyo fundamento básico es el deseo de uno o dos adultos de tener un hijo
Conviene advertir que lo que de verdad quiere saber el niño o el adolescente es, por ejemplo, por qué es alto o bajo, por qué tiene ojos verdes o marrones, por qué tiene este carácter, o aquel otro. Pro eso no se da importancia
Otra consecuencia injusta ocurre cuando los padres se divorcian y, por ejemplo, la exmujer vuelve a casarse, y vive con su segundo marido y los hijos del primero; en este caso, hay una fuerte tendencia legislativa a atribuir a ese segundo marido funciones y responsabilidades propias de la relación paterno-filial, llegándose a hablar de “filiación de hecho”.
Ello desemboca en el extraño caso en el que las responsabilidades parentales pueden pesar simultáneamente sobre tres personas distintas: los padres biológicos (pongamos, marido y mujer del primer matrimonio) y una tercera persona (el segundo cónyuge de la mujer divorciada, que vive con ella y con sus hijos del primer matrimonio). Y callo, al menos de momento, sobre las propuestas de triparentalidad o pluriparentalidad, y los problemas que ya están generando.
No es muy lógico que a esa tercera persona se le atribuyan funciones que reciban el nombre de parentales, como si el hecho de no ser asimilado legalmente a un padre supusiera hacerle de menos.
Todo lo anterior entraña una visión crecientemente desnaturalizada (“desencarnada”) de la filiación, cuyo fundamento básico es el deseo de uno o dos adultos de tener un hijo, y el consecuente derecho a tenerlo: y si no es posible por la vía biológica (lo que, por hipótesis, no cabe tratándose de parejas del mismo sexo), por vía de la adopción o de las técnicas de reproducción asistida. Resulta claro que en este planteamiento, el centro de gravedad ha pasado del hijo (que es quien debe ser cuidado) a los intereses y deseos de los adultos, y el hijo se convierte en un medio para satisfacerlos. La desnaturalización de la filiación acaba generando una filiación descentrada, porque su centro ya no es el hijo, sino los adultos que desean tenerlo.
Este planteamiento desconoce las reglas básicas inspiradoras de la filiación. El punto de partida real de la regulación legal de la filiación es la relación biológica existente entre generantes (padre y madre) y generados (hijos). En este sentido, que es el más nuclear, filiación es la procedencia biológica de una persona con respecto a sus progenitores. Este hecho no es fruto de la cultura, de la historia ni de la ley, sino de la naturaleza humana. Y el vínculo de filiación no es meramente biológico, sino que tiene una indisoluble dimensión jurídica: entre padres e hijos biológicos surgen, por el mero hecho de serlo, relaciones de justicia, que obligan a los padres a prestar a sus hijos la asistencia moral y material que precisan para sobrevivir y desarrollarse, y que dan derecho a los hijos a recibir esa ayuda, precisamente de sus padres.
Los vínculos entre padres e hijos son simultáneamente vínculos biológicos y jurídico-naturales. La ley no crea esos lazos, sino que se limita a reconocerlos: quién es padre y quién es hijo es algo que le viene dado al Derecho por la naturaleza. Y aquí se incluye también el derecho de los padres de ser ellos quienes presten a sus hijos esa protección y esa asistencia: esta es la fuente de la responsabilidad parental, que como tal incumbe a los padres, y solo a ellos.
¿Qué decir en el caso de la adopción, en el que no existe relación biológica, pero sí paternidad o maternidad legal? El Derecho puede crear conscientemente una relación jurídica de filiación entre quienes se sabe que no están unidos por vínculos biológicos, como ocurre en la adopción: en este caso la voluntad de los adoptantes desempeña un papel muy relevante, pero aun en él, lo importante no es el deseo de adoptar, sino la idoneidad de los adoptantes para hacer frente al cuidado del niño adoptado: sin esa idoneidad no es posible la adopción, por mucho que la deseen los adultos que la solicitan.
Que por tanto claro que la filiación biológica proporciona la estructura básica para que cualquier otra relación pueda ser considerada como de filiación.
Esta regla es desconocida por los Estados que admiten la adopción conjunta por personas del mismo sexo, ya que esos dos hombres o esas dos mujeres nunca son los progenitores comunes y únicos de quien legalmente aparece como su hijo.