En la primera mitad del XIX, la revolución industrial había generado en Gran Bretaña una multitud de pobres que atestaban los centros de beneficencia. En los hospicios era obligatorio trabajar, se separaba a los maridos de sus mujeres y se dispensaba una escasísima comida. El objetivo era claro: obligar al pobre a encontrar un empleo e impedir su reproducción.
En Oliver Twist, David Copperfield, La pequeña Dorrit o Tiempos difíciles, el novelista denuncia esas lacras con una vigorosa narrativa llena de dramatismo y sentido del humor. Dickens había experimentado lo que es el trabajo de un niño en una fábrica, por seis peniques a la semana. La vergüenza de tener que trabajar en vez de ir a la escuela explica su profunda aversión a la pobreza, los muchos esfuerzos que hizo para huir de ella y la generosidad de su vida y de su obra.
Chesterton aplaudirá las reformas sociales que pide el novelista en sus retablos de personajes inolvidables. Ambos tienen fe en el hombre concreto, dudan de los políticos y creen en el compromiso personal contra los males de la sociedad. Decidido a predicar con el ejemplo, Charles Dickens corrió con los gastos de sus numerosos parientes; dio dinero a gente necesitada; organizó funciones benéficas para las familias de escritores o actores fallecidos; fundó una compañía de teatro y destinó a la beneficencia los fondos recaudados; creó una fundación para escritores y artistas pobres; y, con la administración de la fortuna de una amiga, construyó viviendas para pobres y fundó un asilo para muchachas descarriadas.
Al final de su vida, como un enorme premio, el escritor pudo ver la prohibición del trabajo en las minas a niños menores de diez años y a mujeres, y la reducción de la jornada laboral de los niños, en las fábricas, a diez horas. Tras la publicación de Oliver, los pequeños mendigos recibieron más limosnas en la calle; ingleses ricos recapacitaron e hicieron generosas donaciones; el Gobierno mejoró orfanatos y asilos. Así, la compasión y la benevolencia se acrecentaron en Inglaterra gracias a las historias de un escritor, y también el buen humor y el gusto por una vida salpicada de alegrías sencillas y tranquilas. Dickens nos enseña, dice Chesterton, algo realmente importante: que la camaradería y la alegría no son pequeñas islas en medio de nuestras jornadas; más bien son nuestras jornadas islas en la camaradería y la alegría que, gracias a Dios, han de durar eternamente.
Esos sentimientos, que también son virtudes, brillan especialmente en Navidad, fiesta a la que Dickens dedicó relatos inolvidables y un cuento capaz de conmover y entusiasmar a los lectores más exigentes de todos los tiempos: Canción de Navidad. Uno de esos lectores cautivados fue Stevenson, si hemos de atenernos a su insuperable elogio: «¡Qué hermoso es para un hombre haber escrito libros como esos y llenar de piedad los corazones de las gentes!».