La autoestima sólo es saludable cuando es humilde

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Lo esencial no es gozar, sino compartir

Conviene insistir en la importancia de cultivar una humilde autoestima, no sólo porque es una de las mejores vías para combatir los problemas derivados del orgullo, sino también porque es un requisito indispensable para mejorar la calidad del cariño que tenemos a las personas.

Si el afecto que tenemos a nuestros seres queridos no nos proporciona felicidad es porque nuestro amor es de baja calidad. Nada nos otorga tanta felicidad como el amor de alta calidad. Sin duda, el bienestar material contribuye algo a nuestra felicidad, pero el grado más alto de dicha proviene de dar y de recibir cariño a los demás. A esa conclusión llegó un especialista de la Universidad de Róterdam que había inventariado más de seis mil trabajos sobre esta cuestión. El estudio destacaba que las personas con menores ingresos mostraban un nivel de satisfacción más alto.

En el amor, «lo esencial no es gozar, sino compartir», y quien comparte goza más. El egoísta busca poseer y siempre está insatisfecho. En cambio, quien no busca el propio provecho sino el bien de la persona que ama, experimenta un inesperado gozo cada vez que lo logra. Y si esa calidad de amor es recípro pues entonces se produce una sorprendente espiral que da lugar a insospechados niveles de felicidad.

El primer requisito para conseguir una relación de amor es la confianza, pues conlleva «poner todo lo propio en manos de alguien querido en quien confiamos plenamente». El cariño auténtico se asienta sobre una base de mutua confianza y culmina, a través de la entrega recíproca, con la unión entre los amantes. Si uno de ellos da el otro recibe. Por tanto, la unión amorosa sólo es posible si ambos son capaces de dar y de recibir. Sin ese don recíproco, todo quedaría a mitad de camino y no sería posible llegar a esa íntima unión en la que dos corazones laten al unísono y dos almas se funden en una.

En el fondo, la confianza ya es un modo de donación. La palabra «entrega» tiene un significado a la vez activo y pasivo: significa donación y rendímiento. Entregarse es querer y dejarse querer, darse generosamente y rendirse confiadamente. Confianza y donación se potencian mutuamente. Abrir la propia intimidad otorga cierto poder al otro: entraña un riesgo que sólo la confianza en su amor puede superar. En una buena relación de cariño, no hay secretos. En cambio, cuando desaparecen las confidencias, la relación se paraliza. Fe y fidelidad van de la mano. Tener fe en una persona significa confiar en que nos será fiel. Y, como observa Thibon, «el ser humano que no es capaz de fe, no es capaz de fidelidad».

¿De dónde procede la desconfianza? Unos no confían simplemente porque fueron educados de ese modo, pero también hay quienes no se fían de los demás porque proyectan sobre ellos su propia inseguridad. En algunos, este problema de autoestima está ligado a antiguas decepciones. El orgullo herido puede distorsionar tanto la realidad, que incluso detalles objetivamente amables se vuelven sospechosos. Si estas personas no curan sus heridas cultivando una humilde autoestima, se vuelven autosuficientes: les cuesta aceptar que necesitan el amor de los demás. Incluso podrían sentirse humillados por el simple hecho de que alguien les ofrezca su ayuda.

La mayoría de la gente no puede dar ni recibir amor porque es cobarde y orgullosa, porque tiene miedo al fracaso. Le da vergüenza entregarse a otra persona y más aún rendirse a ella porque teme que descubra su secreto… el triste secreto de cada ser humano: que necesita mucha ternura, que no puede vivir sin amor». Hay quienes se curan en salud y prefieren mantenerse inmunes ante las perturbaciones del amor, pero lo pagan muy caro, porque terminan en una tremenda soledad. Y, como decía el filósofo francés Gabriel Marcel, «nada está perdido para un ser humano que vive un gran amor o una verdadera amistad; pero todo está perdido para quien, está solo».

Dejarse querer no es signo de debilidad. Reconocer la propia indigencia requiere una buena dosis de humildad y de fortaleza. Es curiosa esa reticencia nuestra a admitir que necesitamos ser amados. Crecemos, pero, en el fondo, seguimos siendo como niños; Somos débiles por dentro, aunque hacia fuera lo ocultemos, por miedo al rechazo. Sin humilde autoestima, no hay veracidad, ni hacia uno mismo ni hacia los demás. Son pocos los que se atreven «a manifestar la verdad de modo total, sin atenuar ni retocar nada, sin ningún tipo de arreglo más o menos fraudulento». Lo ideal sería que no hubiera diferencia entre como somos realmente, como creemos que somos y como nos manifestamos ante los demás. Quien oculta su debilidad, suele ponerse a la defensiva cuando salen a relucir sus flaquezas. Y no es fácil arrancar esa coraza de hierro si uno se ha acostumbrado a jugar cierto papel de comedia, tanto ante sí mismo como ante los demás.

«A veces pienso —dice la protagonista de una novela de Carmen Martín Gaite— que se miente por incapacidad de pedir a gritos que los demás te acepten como eres. Cuando te resistes a confesar el desamparo de tu vida, ya te estás disfrazando de otra cosa, le coges el tranquillo al invento y de ahí en adelante es el puro extravío, no paras de dar tumbos con la careta puesta, alejándote del camino que podría llevarte a saber quién eres […] Cada vez me doy más cuenta, sed de aprecio, o como lo quieras llamar»[38]. La careta de la mentira sólo desaparece ante quien nos quiere de verdad. Sólo entonces nos comportamos de modo espontáneo.

Sin duda, si conociéramos a fondo el Amor de Dios desde nuestra infancia y viviéramos de continuo en su presencia, no haríamos tanta comedia a lo largo de nuestra vida

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