En estos días en los que estamos asistiendo a un nuevo desafío, aunque de momento sea solo verbal, por parte del nuevo presidente de la Comunidad de Cataluña; es buen momento para analizar la necesidad de la autoridad y su ejercicio por parte de los estados para preservar el valor de la convivencia social.
Un Estado es algo más complejo que cualquier máquina, por la sencilla razón de que las partes que lo componen son seres humanos, todos libres y diferentes entre sí, capaces de obrar solidariamente, pero también muy capaces de obrar unos contra otros hasta poner en peligro la estabilidad social. Además, mientras la máquina tiene que realizar una función muy concreta, el quehacer del Estado es algo tan ilimitado como el bienestar de los innumerables seres que lo componen. Por tanto, la autoridad es una exigencia natural de la sociedad, que solo podrá ser salvada del caos gracias a ella.
El ejercicio de la autoridad es un aprendizaje muy difícil. Lo fácil es caer en el exceso autoritario o en el defecto permisivo. Tampoco es fácil saber obedecer, requisito necesario para que la autoridad cumpla su función. Ambas dificultades se pueden superar mediante el diálogo racional y limpio, no viciado por el interés. Ese diálogo supone confianza y colaboración mutua, condición imprescindible de toda conducta responsable y libre. La autoridad debe hacerse comprender y aceptar. De lo contrario, la protesta sustituirá al diálogo, la fuerza a las razones, las medidas de presión a la negociación. En tales situaciones, los bienes y valores compartidos disminuyen, y se lucha por una solución partidista que beneficiará al más astuto o al más fuerte. La autoridad se ejerce sobre personas libres. Y, como la libertad es un valor de máximo rango, una autoridad corrompida es un gravísimo daño.
Por lo mismo, nada hay más digno que ejercer la autoridad con justicia. La autoridad será justa si se somete a la ley y es razonable. Si no está medida por la ley, usurpa el lugar de esta y se torna despótica. ¿Cuáles son las funciones de la autoridad? Los problemas sociales suelen tener más de una solución acertada. Esa pluralidad de enfoques y de medios posibles exige una autoridad que decida de qué modo se harán las cosas. Por tanto, la primera función de la autoridad, indispensable para la vida social, es unificar la acción común mediante la elección de los medios y el reparto y coordinación de las tareas: es la función organizadora de la sociedad. Una segunda función de la autoridad es promulgar leyes y sancionar su incumplimiento.
La tendencia que lleva al hombre a ser injusto y violento es universal, y justifica plenamente la función coactiva de la autoridad, superior a la fuerza de todo particular que pretenda atropellar el derecho. El cumplimiento de estas funciones plantea un problema previo, cuya resolución ocupa a la filosofía política desde hace muchos siglos: ¿quién debe mandar? Quizá la respuesta más acertada, y también la más inconcreta, sea: los mejores. No está claro quiénes son los mejores, pero al menos está bastante claro que han de cumplir algunos requisitos: Someter su autoridad a la ley; Limitar la duración de su mandato; Respetar una división de poderes que sirva de contrapeso; No elegirse a sí mismos; y poseer indudable competencia intelectual, ética y política.
En el caso de nuestro país o de cualquier otro, no podemos asegurar que los que nos mandan sean los mejores, pero si que son los legítimos representantes del estado elegidos por los votantes y cumplen plenamente los requisitos enunciados anteriormente. Por todo ello, el poder ejecutivo, complementado por los poderes legislativo y judicial; está legitimado totalmente para el ejercicio pleno de la autoridad en el caso de que el valor de la unidad de la nación se vea amenazado gravemente.