La causas de la decadencia de Roma y el nacimiento de Europa

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En el siglo V, Roma había liberado al mundo tanto como lo había sometido, y ahora era incapaz de someterlo por más tiempo. Las causas de la decadencia y caída del Imperio Romano constituyen uno de los grandes enigmas de la Historia. Sabemos que estaba desmembrado mucho antes del año que marca su fin oficial: el 476. Hacía tiempo que las antiguas provincias se habían convertido en territorios dominados por pueblos bárbaros: anglos y sajones en Britania; francos en las Galias; frisones y alemanes al este del Rin; visigodos en la península Ibérica; ostrogodos y lombardos en Italia; vándalos en el norte de África.

Sin restar importancia a esa ocupación, en el colapso del Imperio intervienen dos causas decisivas. Por una parte, la disolución previa de la familia, como consecuencia del hedonismo imperante. A la crisis familiar se sumó la del sistema económico, ahogado por la ineficacia impositiva sobre unas provincias cada vez más autónomas, donde la aristocracia terrateniente es capaz de sostener su propia tropa de caballería. Por eso, antes de la desaparición de Roma ya estaba naciendo una sociedad casi feudal. El relevo de poder, desde que Alarico hizo sonar la última hora en el siglo V, adoptó todas las formas posibles, de las más violentas a las pacíficas. Cuando la tormenta amainó, los invasores se dieron cuenta de que no les interesaba destruir el Imperio. El mismo Ataúlfo reconoció la incapacidad de los godos para forjar un Estado sin las leyes romanas, por lo que prefería emplear su poder en restaurar el nombre de Roma. Este programa fue realizado casi completamente en el reino ostrogodo que Teodorico fundó en Italia el año 493.

Los demás pueblos ocupantes se acuartelaron en las provincias romanas como una especie de guarnición permanente, de modo análogo a como lo habían estado al norte del Danubio en el siglo anterior. Las nuevas élites militares no deseaban hacer tabla rasa del pasado y romper con la tradición. Su objetivo no era acabar con el Imperio, sino instalarse en él para disfrutar de su soleada y próspera cuenca mediterránea. Para ello hicieron algo más que tolerar la cultura romana: se convirtieron a la religión de Roma. La conversión de Clodoveo ejemplifica perfectamente este proceso. Con su bautismo, el rey de los francos inaugura en 493 la alianza entre los reyes francos y la Iglesia, y pone uno de los cimientos de la historia medieval, germen de la restauración imperial de Carlomagno. Clodoveo se comportó como heredero de la tradición imperial, salvó lo que quedaba de la administración romana y quiso que los obispos fueran, en paridad con los condes, los principales representantes de la autoridad real.

Apoyándose en la historia de su propio país, Chesterton explica que, desde el siglo V, a medida que los funcionarios imperiales abandonan sus tareas, se produce un grave vacío en la administración pública. En medio de esa crisis, las personas con más autoridad intelectual y moral van a ser los obispos, que en muchos casos proceden de familias aristocráticas y han ejercido –antes de ser sacerdotes– cargos políticos relevantes. La fuerza de esas circunstancias les llevará a intervenir en la vida civil y política de sus pueblos, asumiendo una función de suplencia que hubiera sido irresponsable rechazar. Además, en tiempos de grave recesión económica, las vastas propiedades eclesiásticas se van a convertir, literalmente, en «el patrimonio de los pobres», y los obispos se encargarán de crear hospitales y orfanatos.

El episcopado será la institución vital de la nueva edad, con una autoridad religiosa esencialmente popular, pues emergía de la libre elección del pueblo. En algunas regiones, el obispo tomó el título y el oficio de defensor civitatis y en todas partes actuó, de hecho, como defensor de su pueblo. Chesterton pone como ejemplos elocuentes las figuras de san Agustín de Canterbury y de santo Tomás Becket.

Fuente Jose Ramón Ayllón

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