Karl Popper, a quien Steven Weinberg ha llamado «el decano de los filósofos de la ciencia modernos», dijo en cierta ocasión que puede que no haya en realidad una teoría definitiva para la física, que cada explicación debe necesitar más bien una explicación posterior; produciéndose con ello «una cadena infinita de más y más principios fundamentales». Una posibilidad real es que ese conocimiento se halle simplemente fuera de nuestro alcance. «Hasta ahora, por fortuna —escribe Weinberg en «El sueño de una teoría final»—, no parece que estemos llegando al límite de nuestros recursos intelectuales.» Seguramente este campo sea un sector en el que veremos posteriores avances del pensamiento; y serán pensamientos que quedarán casi con seguridad fuera del alcance de la mayoría.
Mientras los físicos de las décadas medias del siglo XX examinaban perplejos el mundo de lo muy pequeño, los astrónomos se hallaban no menos fascinados ante su incapacidad de comprender el universo en su conjunto. Edwin Hubble, había decidido que casi todas las galaxias de nuestro campo de visión se están alejando de nosotros y que la velocidad y la distancia de ese retroceso son perfectamente proporcionales: cuanto más lejos está la galaxia, más deprisa se aleja. Además Hubble calculó que el universo tenía unos dos mil millones de años de antigüedad, lo que resultaba un poco embarazoso porque incluso a finales los años veinte estaba cada vez más claro que había muchas cosas en el universo (incluida probablemente la propia Tierra) que eran más viejas.
Precisar más esa cifra ha sido desde entonces una preocupación constante de la cosmología. Los astrónomos descubrieron en 1956 que las cefeidas variables eran más variables de lo que ellos habían pensado; había dos variedades, no una. Esto les permitió corregir sus cálculos y obtener una nueva edad del universo de entre siete mil y veinte mil millones de años… una cifra no demasiado precisa, pero lo suficientemente grande al menos para abarcar la formación de la Tierra. En los años siguientes surgió una polémica, que se prolongaría interminablemente, entre Allan Sandage, heredero de Hubble en Monte Wilson, y Gérard de Vaucouleurs, un astrónomo de origen francés con base en la Universidad de Texas. Sandage, después de años de cálculos meticulosos, llegó a una edad para el universo de 20.000 millones de años. De Vaucouleurs, por su parte, estaba seguro de que el universo solo tenía la mitad del tamaño y de la antigüedad que creía Sandage (10.000 millones de años).
En febrero de 2003, un equipo de la Nasa y Centro de Vuelos Espaciales Goddard de Maryland, utilizando un nuevo tipo de satélite de largo alcance llamado la Sonda Anisotrópica Microndular Wilkinson, proclamó con cierta seguridad que la edad del universo es de 13.700 millones de años, cien millones de años arriba o abajo. Así están las cosas; al menos por el momento. El resultado final al que llegan los científicos se basan inevitablemente en una serie de supuestos interdependientes, cualquiera de los cuales puede ser motivo de discusión. En consecuencia, los astrónomos se han visto impulsados (o han estado dispuestos) a basar conclusiones en pruebas bastante endebles. Como ha dicho el periodista Geoffrey Carr, en cosmología tenemos «una montaña de teoría edificada sobre una topera de pruebas». O como ha dicho Martin Rees: «Nuestra satisfacción actual con los conocimientos de que disponemos puede deberse a la escasez de datos más que a la excelencia de la teoría«.
Esta incertidumbre afecta, por cierto, a cosas relativamente próximas tanto como a los bordes lejanos del universo. Como dice Donald Goldsmith, cuando los astrónomos dicen que la galaxia M87 está a sesenta millones de años luz de distancia, lo que en realidad quieren decir —»pero lo que no suelen resaltar para el público en general»— es que está a una distancia de entre cuarenta y noventa millones de años luz de nosotros… y no es exactamente lo mismo. Para el universo en su conjunto, esto, como es natural, se amplía. Pese al éxito clamoroso de las últimas declaraciones, estamos muy lejos de la unanimidad.
Una interesante teoría, propuesta recientemente, es la de que el universo no es ni mucho menos tan grande como creíamos; que, cuando miramos a lo lejos, alguna de las galaxias que vemos pueden ser simplemente reflejos, imágenes fantasmales no reales.Lo cierto es que hay mucho, incluso a nivel básico, que no sabemos… por ejemplo, nada menos que de qué está hecho el universo. Cuando los científicos calculan la cantidad de materia necesaria para mantener unidas las cosas, siempre se quedan desesperadamente cortos. Parece ser que un 90% del universo, como mínimo, y puede que hasta el 99%, está compuesto por «materia oscura», algo que es, por su propia naturaleza, invisible para nosotros. Resulta un tanto fastidioso pensar que vivimos en un universo que en su mayor parte no podemos ni siquiera ver; pero ahí estamos.
Por lo menos los nombres de los dos principales culpables posibles son divertidos: se dice que son bien WIMP (Weakly Interacting Massive Particles, o grandes partículas que interactúan débilmente, que equivale a decir manchitas de materia invisible que son restos de la Gran Explosión) o MACHO (Massive Compact Halo Objects, objetos con halo compactos masivos, otro nombre en realidad para los agujeros negros, las enanas marrones y otras estrellas muy tenues). Los físicos de partículas han tendido a inclinarse por la explicación basada en las partículas, las WIMP, los astrofísicos por la estelar de los MACHO. Estos últimos llevaron la voz cantante durante un tiempo, pero no se localizaron ni mucho menos los suficientes así que la balanza acabó inclinándose por las WIMP… con el problema de que nunca se había localizado ni una sola. Dado que interactúan débilmente son —suponiendo que existan— muy difíciles de identificar.
Pruebas recientes indican no sólo que las galaxias del universo están huyendo de nosotros, sino que lo están haciendo a una tasa que se acelera. Esto contradice todas las expectativas. Además, parece que el universo puede estar lleno no sólo de materia oscura, sino de energía oscura. Los científicos le llaman a veces también energía del vacío o quintaesencia. Sea lo que sea, parece estar pilotando una expansión que nadie es capaz de explicar del todo. La teoría es que el espacio vacío no está ni mucho menos tan vacío, que hay partículas de materia y antimateria que afloran a la existencia y desaparecen de nuevo, y que esas partículas están empujando el universo hacia fuera a un ritmo acelerado.
Lo que resulta de todo esto es que vivimos en un universo cuya edad no podemos calcular del todo, rodeados de estrellas cuya distancia de nosotros y entre ellas no podemos conocer; lleno de materia que no somos capaces de identificar, que opera según leyes físicas cuyas propiedades no entendemos en realidad… Y, con ese comentario bastante inquietante, regresemos al planeta Tierra y consideremos algo que sí entendemos…, aunque tal vez a estas alturas no te sorprenda saber que no lo comprendemos del todo y que, lo que entendemos, hemos estado mucho tiempo sin entenderlo.