Vivimos en una sociedad que valora enormemente la ciencia y la técnica, en buena parte por su contribución a mejorar la duración y la calidad de nuestra vida. Nunca antes se han producido avances tan asombrosos en el conocimiento del mundo que nos rodea, lo que nos brinda la capacidad de transformarlo a nuestro antojo, de generar nuevos materiales, nuevos métodos de producción, de curar enfermedades, de transportarnos, o simplemente de enriquecer nuestro ocio. Estos avances de la ciencia y la técnica se consideran generalmente de modo positivo, como si fueran siempre en beneficio de los seres humanos. De la misma forma, cualquier persona que crítica algún avance científico, se le considera cuando menos sospechoso, cuando no se le tilda de intromisión ideológica, sobre todo cuando la crítica se basa en cuestiones éticas. Podrían algunos ejemplos recientes de avances científicos que han resultado polémicos, como sería el caso de la investigación con células madre embrionarias o los intentos de clonación humana, pues suponen trasvasar límites que distintos grupos consideran éticamente inviolables.
No vamos ahora a entrar a fondo en el debate ético sobre la investigación biomédica, que ciertamente resulta el campo de avance científico en donde más controversias éticas se plantean. Baste, no obstante, decir que grandes investigadores biomédicos han planteado la necesidad de que la ciencia sea revisada por comités éticos, pues ellos mismos son conscientes de que es fácil transvasar unos límites razonables cuando se busca a toda costa el éxito o el beneficio que reportan las patentes. Francis Collins, uno de los líderes del proyecto Genoma Humano, afirma en relación que los comités bioéticos: «los científicos deben tener un papel importante, ya que poseen el suficiente conocimiento para distinguir claramente entre lo que puede y no puede hacerse. Pero los científicos no pueden ser los únicos que participen en esos comités. Los científicos por su propia naturaleza están hambrientos de explorar lo desconocido. Su sentido moral no está generalmente ni mejor ni peor desarrollado que el de otros grupos, pero están ineludiblemente afectados por un conflicto potencial de intereses que puede llevarles a violar los límites que establecen los no científicos. En consecuencia, en esos comités deben estar representadas una amplia variedad de perspectivas»
Las críticas éticas a la ciencia no vienen únicamente del campo religioso, como a veces se percibe, sino también, y de modo casi siempre más beligerante, de un planteamiento conservacionista o incluso desde científicos que observan con preocupación la desviación a la que conducen algunos de sus descubrimientos. Erwin Chargaff, uno de los químicos más importantes del s. XX, precursor del DNA, pasó los últimos años de su vida denunciando los excesos de la micro-biología y la ingeniería genética, que tendría consecuencias imprevisibles sobre nuestro medio ambiente. Afirmó en una carta enviada a la revista Science en 1976: «Este mundo se nos da como un préstamo. Nosotros venimos y nos vamos, y después de nuestra existencia dejamos la Tierra y el aire y el agua a otros que vienen después de nosotros. Mi generación, o tal vez la que me ha precedido, ha sido la primera en comprometerse, bajo el liderazgo de la ciencia, en una guerra colonial destructiva contra la naturaleza. El futuro nos maldecirá por ello». Algunos ejemplos del conflicto entre ciencia-técnica y medio ambiente se encuentran en la ingeniería genética (frente al mantenimiento de la biodiversidad), la investigación nuclear, o las soluciones de geo-ingeniería al cambio climático global. En todas ellas, se intenta subrayar los peligros que una manipulación artificial de la naturaleza puede llevar sobre el mantenimiento de los ecosistemas y la propia salud humana, ya que se consideran agresiones que tienen efectos secundarios negativos.