Japón es el país con el índice más elevado de suicidios del mundo, con más de 35.000 inmolaciones cada año. En el país del sol naciente, una persona se quita la vida cada 15 minutos. A través de Internet, los llamados «pactos de la muerte colectivos», se están convirtiendo en una epidemia entre la juventud japonesa.
El primer suceso tuvo lugar en la localidad de Minano, próximo a Tokio. Dentro de un automóvil se encontraron los cadáveres de cuatro chicos y tres chicas que habían inhalado monóxido de carbono, más conocido entre los nipones como «la muerte dulce». Posteriormente, seis jóvenes acabaron con su vida, también de forma colectiva, en Fukuoka, en el extremo sureste.
Vivimos en una cultura de la muerte aunque esté oculta tras los ropajes del consumo y bienestar. Basta profundizar un poco para que esta indigencia moral se presente tal y como es, con un egoísmo feroz, una violencia agresiva y poco respeto por la vida, que es un don divino. Todo ello aderezado con los mejores ingredientes hedonistas y materialistas que nos llevan a un estado de naturaleza donde todo está permitido, donde no existe el más mínimo referente moral.
Por lo tanto, hay que contraponer una “cultura de la vida”, localizada en el regazo de la familia, frente al “imperio de la muerte”. Estamos viviendo en una cultura de la muerte pero, a través del amor, se está trocando en la cultura de la vida.
Por otra parte, la actriz británica Emma Beck de 30 años, abortó. Se suicidó, aliviándose al dejar a sus parientes una patética carta: “La vida es un infierno para mí, yo nunca debería haber abortado, habría sido una buena madre. Quiero estar con mi bebé, necesita de mí, más que nadie”.
«Es importante subrayar que el suicidio es un acto morboso, decadente y cobarde», afirmó el director de cine alemán Oliver Hirschbiegel. También Alejandro Dumas aseveró que; “el mayor de los delitos es el suicidio, porque es el único que no tiene arrepentimiento”.