La envidia es una tristeza por el bien ajeno. No nos interesa la felicidad de los demás, ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio bienestar. Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. El verdadero amor valora los logros de los demás, no los ve como una amenaza. Acepta que cada uno tiene cualidades diferentes y distintos caminos en la vida y por ello, procura descubrir su propio camino para ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo.
El cariño verdadero nos hace valorar a cada ser humano, reconociendo su derecho a la felicidad. Al mismo tiempo nos lleva a rechazar la injusticia y el hecho de que algunos tengan demasiado y otros no tengan nada.
La vanagloria es el ansia de mostrarse como superior para impresionar a otros con una actitud pedante y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe pasar desapercibido y no pretende ser el centro.
La arrogancia indica algo más sutil. No es sólo una obsesión por mostrar las propias cualidades, sino que además se pierde el sentido de la realidad. Se considera más grande de lo que es, porque se cree más que los demás. Es decir, algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el amor que comprende, cuida, protege al débil.
A veces ocurre que los supuestamente más formados o con más estudios dentro de su familia, se vuelven arrogantes e insoportables. La actitud de humildad aparece aquí como algo que es parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad.
En la vida familiar no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el amor. (1)