La escuela del miedo

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FUENTE: IGNACIO ARECHAGA – aceprensa

Los políticos siempre tienen planes de cambio para la escuela. Pero, con la idea de que después del Covid-19 nada puede ser igual, los cambios que se barajan para el próximo curso la van a dejar irreconocible. Otra cosa es que los alumnos los soporten.

La búsqueda de la seguridad se impone por encima de todo. Se nos dice que no habrá más de 15 alumnos por aula, para mantener la distancia social. Pero como no habría aulas ni profesores para todos, se resuelve que un día la mitad tendrían clase presencial y los otros, telemática, y así se alternarían. Pero ¿qué hacer si los hermanos no coinciden en los mismos días? ¿Tendrán siempre un padre en casa?

También se dice que hay que olvidarse de que los padres acompañen al colegio a los niños, para evitar aglomeraciones en la puerta. Pero en los autobuses que hacen la ruta para llevar a alumnos al colegio, habrá que dejar puestos libres por razones de distanciamiento, con lo cual habrá menos sitios disponibles (y otro apartado en la factura). Si además a la entrada hay que tomar la temperatura a los niños y hacer que se laven las manos con gel, tendrán que salir de casa una hora antes.

Parece ser que almorzar en los comedores se estima también peligroso, y que en las bibliotecas habrá que poner los libros en cuarentena tras cada uso. Jugar al balón en el recreo tiene también los días contados, para evitar contactos. Supongo que quienes ven con recelo los partidos de fútbol en el patio por alimentar la masculinidad tóxica y la violencia competitiva, aprovecharán la ocasión para erradicarlos y tratar de reconvertir a los niños en tertulianos de corrillo.

Son solo unos ejemplos. Pero todo transmite la idea de que ir a la escuela es un riesgo, y que el coronavirus acecha en la puerta de clase.

Sin embargo, los datos epidemiológicos nos dicen que la incidencia de la Covid-19 en los niños ha sido mínima. Los niños son más resistentes a infectarse, cuando se infectan el curso de la enfermedad es más benigno y tienen una buena respuesta al tratamiento. Según los datos del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias (a 29 de mayo), los menores de 19 años eran el 1,2% de los contagios confirmados, el 0,6% de los que han requerido hospitalización y solo se han registrado 8 fallecimientos en esas edades.

También se han contagiado menos. En la encuesta española de seroprevalencia, mientras que en la población general el 5,2% ha desarrollado anticuerpos, en los niños de 5-9 años era el 3% y en los de 10-14 años, un 3,9%.

Aunque no enfermen, se ha dicho que los niños son supercontagiadores. Pero tampoco esta idea se ha confirmado. Así lo explicaba recientemente Federico Martinón-Torres, jefe del servicio de Pediatría del Hospital Clínico Universitario de Santiago: “Normalmente los niños desempeñan un papel importante en la transmisión de enfermedades infecciosas. Claramente es así con la gripe, pero con las pocas evidencias que tenemos respecto al coronavirus, en brotes intrafamiliares el niño no tiene ese papel superdiseminador. Esta información es importante a la hora de la normalización de la actividad de los niños y de apertura de colegios”.

De hecho, mientras España sigue con las escuelas cerradas, 22 países europeos ya han abierto las escuelas infantiles y de primaria, o de los últimos cursos de secundaria. Y, según lo que manifestaron los ministros de educación en una videoconferencia, la reapertura de las escuelas no ha supuesto un aumento significativo de contagios entre los niños, los profesores o las familias.

A la vista de estos datos, cabe preguntarse si vale la pena poner la escuela patas arriba para proteger a los alumnos de un riesgo muy improbable. Tomar las precauciones necesarias en proporción al riesgo es razonable. Pero, cuando entran en juego emociones intensas, la opinión pública tiende a fijarse más en la magnitud del posible daño que en la probabilidad de que se produzca.

No hay que perder de vista que los cambios propuestos tienen un coste no solo económico, sino también en el aprendizaje. Quizá cuando los responsables se pongan a hacer números sobre lo que costaría el profesorado suplementario, los cambios en las instalaciones, la reordenación de los horarios y demás novedades, se aplacará su afán innovador.

Pero también hay que valorar el mensaje que se transmite a los alumnos cuando se presenta la escuela como un territorio peligroso, en el que hay que protegerse de la inseguridad. Ya antes de esta epidemia, el discurso en torno a los problemas escolares tendía a subrayar la fragilidad de los alumnos: el miedo al fracaso, a la baja autoestima, a sufrir acoso o abusos, a suspender en los exámenes, a no triunfar en deportes competitivos… Con el coronavirus se añade un nuevo miedo.

Cada vez más la socialización de los jóvenes tiende a protegerles del riesgo, a evitarles situaciones en las que se sientan incómodos, a apartarles de la inseguridad. Los mismos altibajos propios del desarrollo son tratados y medicalizados como un trastorno psicológico. Se les inculca el sentimiento de que deben huir de peligros que acechan, en vez de afrontarlos con coraje. En este contexto, la obsesión protectora frente al coronavirus puede presentar la escuela como un campo minado.

Otra cosa es que los alumnos soporten esta vida colegial enmascarada y encorsetada en burbujas de dos metros. En la escuela siempre ha habido contacto, diálogos y gritos cara a cara, intercambio de cosas, trabajo en equipo y confianza o enfrentamiento con el compañero. Y es bastante ilusorio creer que la distancia social se impondrá como nueva disciplina. Esperemos, al menos, que los alumnos no guarden la distancia con los libros (si es que les dejan llevarlos al colegio)

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