Soy un gran aficionado a la carrera a pie, que practico por los bellos alrededores de Segovia. Sobre todo en verano, suelo recorrer las alamedas de la Fuencisla y del Parral, en las que encuentro numerosos paisanos disfrutando del aire libre en estos estupendos parajes; unos haciendo picnic o echando una partida de cartas, otros leyendo un libro, observando la naturaleza o escuchando el cántico de los pájaros o del río Eresma, limpio y transparente, que ofrece una sensación de bienestar increíble. Todo muestra que estas personas se sienten a gusto.
Esta observación diaria, me ha llevado a reflexionar un poco y dar mi punto de vista no tanto sobre el difícil tema de la felicidad, un sentimiento difícil de definir que nunca logramos por completo, sino de su condición indispensable, que es la de sentirse a gusto; bien consigo mismo.
La felicidad es una opción personal a la que todo el mundo aspiramos. Seguramente, alguna vez habrás reflexionado: Si ser feliz es una opción ¿por qué es tan difícil serlo?
Muchos pensadores y filósofos se consagraron plenamente para escribir sobre la felicidad y llegar casi siempre a la conclusión de que se trata de algo complejo de explicar, algo a lo que todo hombre aspira sin saber muy bien lo que es. Ramón Pérez de Ayala, decía: Gran ciencia es ser feliz, engendrar alegría, porque sin ella toda existencia es baldía.
Ciertamente, resulta paradójico que en una cultura obsesionada con el placer y el individualismo, cueste tanto disfrutar de una felicidad estable y duradera. A estas alturas, nuestra civilización tendría ya que haber descubierto esa piedra filosofal que nos permitiera avanzar. Yo creo que en gran medida se debe a nuestra incapacidad para comprender que la felicidad no está “allá afuera” en algún lugar, sino dentro de nosotros mismos. Todo lo que pretendamos que desde fuera nos llene está abocado al fracaso.
La verdadera felicidad es esa que dura y perdura, esa que nos inunda de serenidad, esa que nos establece anclados en la tierra y unidos con el cielo, esa que nos interrelaciona con otros seres humanos, esa que se mantiene a pesar de los descalabros y los baches, la que se va construyendo con la claridad de saber que tiene mucho que ver con el aumento de conciencia y muy poco con el mundo material, mucho con la fe del que se sabe a contra corriente pero no se deja llevar por las modas ni la presión de la mayoría.
Mucho más fácil es alcanzar una felicidad en pequeñas dosis, la que vulgarmente conocemos como “sentirse a gusto”, aunque sea por tan sólo un breve instante. Es esa grata sensación de tranquilidad casi siempre asociada a una experiencia física, como la caricia del sol que nos hará entornar los ojos, el calorcillo que en un día helador nos reconforta el cuerpo, el dulce abandono de un momento de paz y de silencio tras una jornada de trabajo o la cercanía del amigo.
Pero, para sentirse a gusto ¿es suficiente una sensación corporal, cuando –como suele con frecuencia ocurrir– una realidad preocupante o angustiosa nos tiene el ánimo alterado o en suspenso? Porque en tales circunstancias, muchos se preguntan ¿cómo puede uno “sentirse a gusto”, aunque sea por poco tiempo? La respuesta es que siempre –en medio de la tristeza, incluso– podremos encontrar cierto respiro. Como también, podremos casi siempre hallar algún atisbo de esperanza. Puede ser, por ejemplo, la sensación real o acariciada de que las cosas van algo mejor. O que, simplemente, no empeoran. O que la vida nos va sacando, poco a poco, del pozo en que caímos. Es decir, tomarse las cosas con deportividad. Buena táctica para no exagerar los problemas y plantearse si lo que nos ha ocurrido tendrá en realidad alguna importancia dentro de algún tiempo, porque, aunque no siempre podamos cambiar el rumbo de las cosas, siempre podemos adoptar ante ellas la mejor actitud.
Yo admiro a quienes, para “sentirse a gusto”, aunque sea sólo de vez en cuando, no necesitan un yate de equis metros de eslora, ni hacer un crucero por el Mediterráneo, ni viajar a Cancún, ni contar con una robusta cuenta en el banco, ni ser admirados por nadie, ni tener unos hijos que son una lumbrera, ni exhibir su riqueza a los amigos, ni tener una envidiable salud de hierro, ni llegar con tranquilidad a fin de mes. Yo admiro a quienes viven con un nivel de salud precario, o cargan con una pena sin remedio, o temen al futuro, o carecen de lo que hoy se tiene por indispensable, y aun así saben buscar refugio en las pequeñas cosas.
Son aquellos que desarrollaron el arte de saber sacar partido de un momento robado a su tristeza o su dolor, o incluso a su angustia; esos hombres sencillos que se resignan pero luchan por sobrevivir, que no ambicionan, que perdonan, que no se miran el ombligo, que siguen pensando, a pesar de todo, en los demás.
En términos humanos, más acá de la esperanza salvadora, el bienestar que alcanza esta gente que describo es algo así como la felicidad del pobre, pero no menor, seguramente, ni de menor calidad que la de aquéllos a quienes la vida sonríe plenamente. Es el bienestar de quienes se contentan con sentarse en un banco para pasar el tiempo, o con un buen plato de cocido, o con una ducha de agua bien caliente, o con unas sábanas limpias en la cama. Los que, a pesar de todo, son capaces de degustar la vida en el abrazo de una sombra amiga o de un rayo de sol sobre los párpados. Los que son capaces de encontrar la felicidad en las pequeñas cosas.
Emilio Montero Herrero