La publicidad nos vende hoy un nuevo Adán. Es masculino y sensible. Viril, pero tierno en el interior. Por supuesto, es el complemento ideal de la mujer. Ya no es el macho dominante, ni el protector de la familia, ni el único que trae dinero a casa. Es el auxiliar de su pareja.
El nuevo hombre que nos muestran los anuncios de televisión o las revistas del corazón va al gimnasio, tiene un cuerpo espectacular, fibroso, bronceado y eternamente joven.
Es culto, cuida su aspecto, sus modales. Tiene un alto poder adquisitivo para adquirir comida alta o baja en calorías, productos de belleza contra el envejecimiento, coches ecológicos, móviles de última generación y trajes hechos a medida.
Es políticamente correcto. Ama la paz y odia la guerra. Defiende el medio ambiente, quiere tiernamente a los bebés, no fuma, no bebe alcohol, desprecia las drogas y es solidario con las desgracias del Tercer Mundo. Lo que no le impide consumir. Sólo junto con su mujer va de compras a las mejores tiendas, cena en los restaurantes más lujosos y viaja a paraísos de ensueño.
El nuevo hombre de los anuncios es ideal. Un deseo de los anunciantes, diseñado por ordenador. Uno pasea por la ciudad, habla con sus amigos, escucha la radio, mira la televisión, lee los periódicos y comprueba la separación existente entre la verdad del anuncio y la de la vida misma.
Es la cruda realidad la que retrata a la perfección al hombre de verdad, al hombre de la calle. Un hombre, en muchas ocasiones, a caballo entre el paro y el empleo precario, con problemas para llegar a fin de mes o para pagar las ineludibles cuotas de su hipoteca y tratar e sacar adelante su familia que, eso sí, es lo que más le importa.