La actividad humana —en particular, el movimiento del hombre— ha favorecido la introducción de especies desde hace unos cuantos siglos. Al principio fueron mamíferos: pequeños roedores, perros, gatos, zorros, erizos, etcétera. Los primeros navegantes acostumbraban a dejar cabras y cerdos en islas alejadas de los continentes para que los barcos necesitados pudieran alimentar a la tripulación.
Algo parecido sucedió con el lucio, introducido por el Instituto para la Conservación de la Naturaleza en 1949 para diversificar la pesca deportiva en España, o con el cangrejo americano, que se expandió como un nuevo recurso alimenticio. Hoy la historia se repite con la tilapia del Nilo, un pez con cierto valor gastronómico que ya constituye un verdadero problema en zonas de América del Sur.
La urbanización también ha facilitado la extensión de nuevas especies, importadas para el ornamento de jardines e incluso para la venta minorista. El transporte en barco se ha erigido como motor de dispersión, al alojar y trasladar animales en las bodegas de lastre, incrustados en el casco o en los aparejos. En concreto, el comercio de neumáticos usados ha propiciado la llegada de “intrusos” que necesitan pequeñas cantidades de agua para sobrevivir al viaje, como el mosquito tigre.
Escondidos en los palés de madera han arribado insectos que se alimentan de ella o la utilizan para esconderse, como hace el avispón asiático. Aunque los aviones se llevan la palma en cuanto a capacidad para traspasar barreras geográficas e introducir especies en un hábitat que no es el suyo.
A simple vista, quizá no percibamos que esa incorporación altera nuestro entorno. Pero ¿cómo incide en la fauna local?
Cuando una especie comienza a reproducirse regularmente, se da un segundo paso en su nivel de afección al medio. Entonces hablamos de naturalización. Esta fase le abre al recién llegado una vía de invasión clara. No siempre ocurre, pero una especie exótica invasora (EEI) representa siempre una amenaza para la biodiversidad nativa. Algunas —el conejo, entre ellas—, esenciales en su región de origen, se comportan en otros lugares como auténticos conquistadores. Además, ciertas EEI transmiten enfermedades que pueden llegar a ser graves y provocan, con frecuencia, alarma social —el avispón asiático o el mosquito tigre constituyen buenos ejemplos—.
Pero, al ciudadano normal ¿qué responsabilidad real le corresponde en estos problemas? Al principio, quizá actúe de forma inconsciente, inocente e incluso guiado por buenas intenciones. Después, al observar las consecuencias de sus actos en los ecosistemas (como el desplazamiento de las especies autóctonas por parte de las recién llegadas o cambios drásticos en el paisaje), la Administración tiene que posicionarse en contra de las EEI.
A veces el agente causante es la propia Administración, aunque el mayor impacto recae en los ciudadanos, como dueños de una empresa de transporte o como integrantes de un grupo ecologista que libera visones americanos de criadero en el hábitat del visón europeo, por ejemplo.
También en el ámbito personal urge que reconsideremos nuestras decisiones de compra si queremos evitar la irresponsabilidad de abandonar en la estación de Atocha ese galápago exótico que ya molesta en casa. Hemos normalizado que, frente a nuestra ventana, aniden las cotorras que alguien liberó; o que en el río de nuestra ciudad naden libres cientos de carpines dorados a los que alguien se cansó de cambiar el agua de la pecera. El mismo río que está infestado de mejillón cebra porque un pescador no se limpió bien las botas.
Quizá nuestra perspectiva cambiaría si nos diéramos cuenta de que la Confederación Hidrográfica destina a controlar y eliminar este molusco más de dos millones de euros al año.
Poner solución, además de concernirnos a todos, también acarrea un enorme coste: sin contar con los problemas sanitarios derivados de su introducción, la Unión Europea estima que asciende a doce mil millones de euros al año.