¿Qué diríamos si el gobierno de Irán matara con un misil disparado desde un dron al Jefe del Estado Mayor israelí mientras visitaba Estambul? Es pura hipótesis, pero supongo que a muchos nos parecería un acto terrorista. Sin embargo, el régimen de Teherán podría alegar que Israel es un enemigo declarado de Irán, que el general Aviv Kochavi había planificado próximos ataques contra las instalaciones nucleares iraníes –a la espera de la luz verde de Washington– y que en diversas ocasiones ataques del ejército israelí habían causado la muerte de ciudadanos iraníes y de sus aliados en la región.
Motivos de este tipo han sido alegados por la Administración Trump para justificar el asesinato del general iraní Qasem Soleimani. El Pentágono dijo en un comunicado que la acción ordenada por el presidente fue “una acción defensiva decisiva para proteger al personal americano en el extranjero” y que Soleimani “estaba desarrollando planes para atacar a diplomáticos americanos en Irak y a través de la región”. El secretario de Estado Mike Pompeo aseguró que Soleimani planteaba una “amenaza inminente” para los americanos y que preparaba ataques no solo en Irak sino en toda la región. Como hecho reciente, el general iraní estaría detrás del reciente asedio de una multitud contra la embajada americana en Bagdad. Pero con el paso de los días ningún responsable americano ha detallado qué planes había desarrollado Soleimani ni en qué se concretaba esa amenaza.
La torpeza del régimen iraní al derribar un avión comercial ucranio ha debilitado la postura de Teherán. Pero también es cierto que la decisión de Trump ha despertado numerosas críticas, incluso en su país. Muchos ven ahí una operación efectista, dirigida fundamentalmente a aparecer como hombre fuerte y decidido ante la opinión pública americana. Otros le reprochan que la acción no responda a una estrategia clara en Oriente Medio y piensan que, lejos de disuadir a Irán, va a favorecer un conflicto a mayor escala. Los adversarios demócratas le critican por actuar de modo unilateral sin contar con el Congreso. Pero, junto a las consideraciones estratégicas y diplomáticas, también se ha planteado una cuestión ética: ¿el asesinato selectivo es una acción legítima?
Sin duda, Soleimani era un enemigo de EE.UU. que no dudó en utilizar la violencia cuando lo consideraba necesario para mantener la república islámica de Irán y su influencia regional. Tampoco tuvo escrúpulos cuando, en 1999, llevó a cabo una dura represión de las protestas de estudiantes que reclamaban más libertades en su país. Como alto funcionario del régimen iraní, Soleimani mandaba un brazo armado de carácter estatal, el Cuerpo de la Guardia Revolucionaria, y planificaba la acción de guerrillas próximas en Siria e Irak. No puede decirse que su acción favoreciera la paz en la zona, sino los intereses de Teherán.
Pero el hecho de que fuera un enemigo activo de EE.UU. no justifica sin más su asesinato (otros prefieren hablar de eliminación o ejecución). EE.UU. había declarado “organización terrorista” a la Guardia Revolucionaria que Soleimani dirigía. Pero estamos lejos del caso Bin Laden, un hombre que había declarado la guerra por su cuenta a los EE.UU. y que se enorgullecía de los ataques terroristas de las Torres Gemelas y prometía nuevos atentados. Aquí se trata más bien de un choque de intereses en la región entre EE.UU. e Irán; un conflicto alentado desde el primer momento por la Administración Trump, que se retiró del acuerdo nuclear cuando Irán lo estaba respetando y que impuso al régimen iraní sanciones económicas insoportables.
EE.UU. tiene un conflicto con Irán. Pero, tal como plantea Avvenire: ¿Basta decir que un alto funcionario de otro país es una “amenaza” a la seguridad nacional americana para justificar su asesinato en un país tercero? Esto es una mera declaración, que no está apoyada en ninguna condena tras un proceso, como podría ser una decisión del Tribunal Penal Internacional (jurisdicción no reconocida ni por EE.UU. ni por Irán). Si el gobierno de EE.UU. se considera autorizado a llevar a cabo ejecuciones de este modo, resulta difícil objetar a los asesinatos ordenados por cualquier otro Estado, incluido Irán.
Este tipo de asesinatos extrajudiciales han suscitado una avalancha de críticas cuando se han atribuido a regímenes no precisamente democráticos. El asesinato del periodista Jamal Khashoggi en la embajada saudí en Estambul; el envenenamiento en Londres del exagente soviético Aleksandr Litvinenko o las muertes en Rusia de otros opositores a Putin; el asesinato en Kuala Lumpur de Kim Jong-nam, hermano del líder coreano Kim Jonj-un… Todos ellos eran una “amenaza contra la seguridad nacional” de los gobiernos respectivos.
Con su habitual petulancia, Trump se ha mostrado muy satisfecho de la eliminación de Soleimani, al que considera responsable de la muerte de ciudadanos americanos. Pero la “justicia del dron” tiene reparos tanto éticos como políticos. Por su misma naturaleza técnica y carencia de riesgos del operador, los ataques con dron tienden a rebajar el nivel para recurrir a la fuerza, que ya no es un recurso extremo tras agotar las soluciones pacíficas. En estos días se ha recordado que en los dos mandatos de Obama el presidente autorizó 563 ataques, sobre todo con drones. Así que Trump tiene en quién inspirarse.
También es una forma de intervencionismo militar, en la que una superpotencia utiliza la fuerza contra un rival de nivel inferior, como en este caso EE.UU. contra Irán. Sin duda Rusia o China pueden ser también una amenaza para la seguridad de EE.UU., pero no es probable que, en caso de crisis, Trump decidiera “ejecutar” a un alto dirigente ruso o chino.
Por otra parte, matar a un enemigo particular puede ser un remedio inmediato, pero si no se tienen en cuenta planes a más largo plazo para construir una paz estable, el conflicto seguirá. Los ataques con drones pueden parecer una guerra limitada, pero es muy probable que alimenten una escalada de violencias.