Hesíodo explica que Zeus puso como norma de peces, fieras y pájaros voladores comerse unos a otros, pero a los hombres les dio la justicia, que es más provechosa. Y es que, obligados a vivir en sociedad, marcados como estamos por la necesidad de convivir, nos conviene jugar limpio. Si respetamos de común acuerdo esa necesidad de relación promovemos la justicia.
Es en el espacio de la polis griega donde, por primera vez en la Historia, lejos de los antiguos poderes absolutos, el ciudadano se enfrenta a una aventura nueva y apasionante: construir una sociedad de hombres libres. Pero la posibilidad va a ser doble: hacia lo más humano y hacia lo inhumano. Por eso es necesaria la protección de la justicia, como recuerda un texto de Heródoto: «Sois libres, pero no completamente, porque tenéis un dueño que es vuestra ley». La justicia se define desde antiguo como la voluntad de dar a cada uno lo suyo. Si existe algo que hay que respetar en los demás es porque el poseedor tiene derecho a ello. Por tanto, la justicia presupone el derecho.
Un derecho solo puede existir en un sujeto capaz de poseerlo y reclamarlo. Y solo el hombre posee derechos, porque solo él se autoposee, es dueño de sí, es persona. Iustitia est ad alterum, decían los romanos. El distintivo de la justicia es la relación al otro. Y, aunque no lo parezca, cualquier acción significa dar o retener lo que es de otro. Esto se entiende cuando consideramos que el otro es también y en todo momento la sociedad. Porque toda acción, aunque quede fuera del campo de las leyes, afecta al tejido social.
Del mismo modo que el bienestar del cuerpo necesita del bienestar de todas sus partes, pues el dolor de una simple muela lo impediría, la salud del cuerpo social necesita la salud de sus individuos. No es indiferente para una familia que el padre sea borracho. No es indiferente para una ciudad que abunde la droga. Por eso está en juego la justicia cuando, en la esfera de lo que parece estrictamente privado, alguien se entrega a una conducta poco recomendable. De acuerdo con esto, todo acto inmoral puede considerarse injusto.
Aunque lo interno es siempre en el hombre causa de lo externo, la justicia se realiza preferentemente en las acciones externas. El otro no es propiamente alcanzado ni tocado por lo que yo piense, sienta o quiera en mi interior, sino por lo que yo haga. Solo la acción externa es capaz, en rigor, de quitar o devolver lo que es suyo y le corresponde. La convivencia humana se ordena mediante actos externos, y solo en ese campo se puede juzgar sobre la justicia y la injusticia, ya que la interioridad es inaccesible si el sujeto no la manifiesta. Por otra parte, toda acción externa cae dentro de la esfera de la justicia porque tiene trascendencia social: no se habla sin ser oído, ni se usa algo que no sea propio o ajeno.
Platón señaló que la justicia de las cosas humanas consiste en la armonía del alma y la armonía de la ciudad: doble ajustamiento, individual y colectivo, que se logra cuando cada parte del alma y cada miembro de la ciudad hacen lo que les corresponde. Entendida así, como armonía anímica y política, la justicia constituye el resumen y la expresión más genuina de la conducta ética. Este amplio concepto será recogido por Aristóteles y llegará a las primeras universidades europeas: iustitia est omnis virtus. Aristóteles llama justo al que cumple las leyes. Y, como las leyes buscan el bien común, añade que la justicia parece la más perfecta de las virtudes, porque se ejerce en favor de los demás. Después, para adornar esta excelencia, se permite una cita de Eurípides: «Ni el atardecer ni la aurora son tan maravillosos como ella».