La Ley de la Corona

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En cumplimiento de la Constitución, el Rey tiene que velar por la independencia nacional y la integridad del territorio

En una monarquía parlamentaria como es la española, de acuerdo con el número 3 del artículo de la Constitución, las carencias de poderes efectivos del Rey se compensan de una parte por estar privado de responsabilidad política, y de otra por la atribución de unas funciones generales e inconcretas, que precisamente en su incertidumbre y ambigüedad encuentran la base para ejercerlas en forma diversa y con mayor eficacia que si se detallaran minuciosamente.

Hace tiempo oí decir a un profesor que la función pública tiene tres componentes: ser, decir y hacer. Con el fin de lograr un equilibrio nacional, la función del Rey es esencialmente la de ser. En una monarquía donde el Rey reina pero no gobierna, su papel es verdaderamente difícil. Esa indeterminación lo convierte en una dura actividad. Podríamos decir que su actuación es más una obra de arte que una función.

El Rey no se pertenece a sí mismo. Y esta es una de las servidumbres esenciales de su misión, que reduce, condiciona y limita su vida privada y la de su familia hasta el extremo del sacrificio. El Rey es un símbolo que procura la integración política y social de la comunidad, y esta integración supone también una capacidad de guía, tanto en la vida social como en la política, lo mismo en el campo de las relaciones internacionales que en la vida interna del propio país y hasta en su vida familiar.

Con una forma de ser carismática, sus credenciales éticas, su talante y sus conocimientos en la vida diaria, en la conducta permanente, en los despachos con el Presidente del Gobierno y con las diferentes autoridades, en los discursos más personales, como el mensaje de Navidad o el de la Pascua Militar, el Rey va ejerciendo una magistratura de autoridad moral e influencia que es la base del ejercicio de moderar y velar por el funcionamiento regular de las instituciones, que se combina con la facultad fundamental de guardar y hacer guardar la Constitución y las Leyes, y que puede servir de ayuda para que la sociedad adquiera un estilo de vida basado en valores como la virtud y la justicia.

Una muestra clara se puso de manifiesto en el último discurso del rey Felipe VI con motivo de la Navidad. Un discurso ético, mesurado, elegante, preciso y esperanzador, con honor y respeto a los valores, afirmando que los principios morales y éticos en nuestras conductas nos obligan a todos sin excepciones.

Por lo que se refiere a la función concreta recogida en el artículo 62 de la Constitución en el apartado h) donde se le atribuye al Rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas, de aparente trascendencia, sin embargo está limitado por el propio texto constitucional y otras disposiciones legislativas, que confieren al presidente del gobierno la dirección de la política de defensa y la autoridad para ordenar, coordinar y dirigir la actuación de las Fuerzas Armadas. También la dirección de la guerra, la definición de los grandes objetivos estratégicos, así como las medidas destinadas a proveer las necesidades de los ejércitos. Por consiguiente, el mando supremo de las Fuerzas Armadas atribuido al Rey por la Constitución, tiene un sentido más simbólico y espiritual que material y efectivo.

La conclusión unánime es que el rey no debe ejercer ese mando más que como una misión muy especial, cuando en cumplimiento de la Constitución tiene que velar por la independencia nacional y la integridad del territorio y el último recurso es el de las Fuerzas Armadas, a quienes según el artículo 8º de aquella les corresponde esa tarea.

La importancia de la identificación y el respeto que por el Rey sienten los miembros de nuestros Ejércitos –además de la base constitucional- dio lugar a que el 23 de febrero de 1981 el Jefe Supremo fuera obedecido, y al poner fin a un desgraciado episodio de nuestra historia se defendiera la Constitución y robusteciera la Democracia.

Todo esto queda reflejado todos los años en el importante acto castrense de la Pascua Militar, que se celebra cada 6 de enero en el Salón del Trono del Palacio Real de Madrid. En los discursos del Rey y de la Ministra de Defensa, se realiza un balance del año anterior y se marcan las líneas de acción a desarrollar en el que comienza.

En definitiva y por encima de funciones concretas, el papel del Rey es el de constituir en todo momento un modelo para los ciudadanos. Su tacto necesario para acertar a establecer la frontera entre el mantenimiento de una actitud que inspire respeto y la integración en la vida del país, es la base para acomodar la monarquía actual, democrática y parlamentaria a un presente que jamás olvide el pasado y encare con esperanza el porvenir.

No hay duda de que la Monarquía ha sido una institución altamente beneficiosa desde el inicio de la democracia. Felipe VI está demostrando ser un Rey solvente, serio y moderno, consciente de los muchos retos que tendrá la institución monárquica en los próximos tiempos.

No obstante, estos días se debate sobre la necesidad de establecer una Ley de la Corona que rellene, según los expertos, evidentes lagunas. La Corona es una institución básica en el funcionamiento de nuestra democracia, por lo que hay que ser muy cuidadoso. Cualquier reforma debe combinar tradición y modernidad, y evitar que sea aprovechada por algunos para atacar aún más la institución. En ello nos va nuestra libertad y nuestro futuro.

Artículo de Emilio Montero Herrero

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