La libertad y el relativismo no se llevan bien

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Nada nos atrae de forma irresistible. Ni siquiera Dios mismo, porque nadie es capaz de verle en esta tierra como realmente es.

Sólo hacemos verdaderamente lo que queremos cuando aquello que elegimos nos hace mejores, y en consecuencia, más felices. Por lo tanto, cuanto mejor conozcamos los efectos de nuestros actos, tanto más libres seremos. Dicho de otro modo, cuanto más verdadero sea nuestro conocimiento, cuanto más fielmente refleje nuestra mente la realidad de las cosas, tanto más libre serán nuestros actos.

Como ningún bien que nos presenta la razón agota la razón de bien, nada nos atrae de forma irresistible. Ni siquiera Dios mismo, porque nadie es capaz de verle en esta tierra como realmente es. Si viéramos algo de lo que estuviéramos convencidos que es capaz de saciar completamente y de modo definitivo todos nuestros anhelos de felicidad, no podríamos dejar de elegirlo. Nos inclinaríamos derechamente hacia ese bien. Y –dicho sea de paso- esto no sería violentar la libertad, porque violento es lo que es contrario a la inclinación natural.

La idea de la libertad como pura indeterminación y ausencia completa de vínculos, donde los demás se presentan como límites a mi propia libertad, es un error. Todos los hombres nacemos vinculados, primero, como ya hemos visto, por la inclinación hacia la plenitud de la propia forma, que por ser naturalmente relacional, nos convierte naturalmente en acreedores y en deudores de los demás, en una red de relaciones, que no disminuyen nuestra libertad. Antes bien, la potencian, porque es precisamente en la convivencia donde se actualizan todas las posibilidades humanas. Y si, como hemos visto, la libertad es la capacidad de llevar a término, mediante elecciones deliberadas, la propia naturaleza, cuanta más perfección seamos capaz de alcanzar, tanto más libre seremos. Por lo tanto, los demás no son necesariamente límites u obstáculos para mi libertad, sino ayudas y estímulos.

El relativismo nos induce a pensar la libertad como ausencia de vínculos, no sólo internos, sino también externos. El relativismo entiende que el compromiso, la autoridad y la obediencia son conceptos negativos, como una renuncia a uno mismo, para plegarse a la voluntad de otro. Así entendida, la libertad sería un concepto antagónico de la fidelidad, por la cual uno mantiene en el tiempo una decisión o un compromiso. Desde esa perspectiva, la fidelidad ya no se ve como la perfección del amor, sino como un tabú que impide la decisión espontánea en la que consistiría la libertad.

Cuando la libertad se concibe como pura indeterminación, como expansión omnidireccional de la propia personalidad, suele decirse que la propia libertad termina donde comienza la del vecino. Pocas afirmaciones hay en la filosofía tan frecuentes y tan absurdas como ésta. ¿En qué momento comienzo a perjudicar al prójimo, o cuándo empieza él a perjudicarme a mí? ¿Quién lo decide?: ¿él o yo? La cuestión de hasta dónde llega mi libertad y hasta donde debo tolerar la actuación ajena es de imposible solución si no hay un acuerdo básico sobre qué conductas son, en sí mismas, perjudiciales y beneficiosas.

Sólo desde una perspectiva realista, que conciba la libertad como la capacidad de llevar a término la propia naturaleza, y por tanto, con el límite de la propia forma como horizonte de la libertad, es posible establecer el contenido de la libertad, y por tanto, de establecer límites en la actuación de cada cual.

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