Dice Juan Jacobo Rousseau que cuando el niño nace, grita: «no quiero que me envuelvan». Pero lo envuelven lo mismo. «Los hombres nacen y permanecen libres e iguales», dice Rousseau. Nacen sí, pero no permanecen; ¡pobres de ellos si permanecieran!. En seguida la madre, con un perverso instinto antiliberal, empieza a establecer entre ella y el bebé toda clase de vínculos; y nótese bien que la palabra vínculos en latín significa cadenas.
El ser humano es un esencial buscador de cadenas: juramentos de amor, contrato matrimonial, votos religiosos, promesas de fidelidad eterna, férrea disciplina militar, jurídica construcción de leyes, constituciones y cartas magnas, lealtad al jefe, fidelidad al amigo, apego a la tierra natal…, donde quiera que el hombre puede encontrar una cadena que lo libere de su esencial cambiabilidad y contingencia y que lo ate a un algo permanente, como un náufrago a un mástil, allí se siente feliz y noble.
Y lo más fenomenal es que se siente libre. Todo esto milita fundamentalmente en contra de un libro de Rousseau llamado «el contrato social». Lo peor es que otro libro de Rousseau, «el Emilio», es más dudoso que éste. Según él, el niño, al llegar a la edad de la escuela, es un ser que ama lavarse la cara, le gusta estar limpio, le encanta ir al colegio y aprender todas las cosas, empezando por la botánica en los libros.
Pero resulta que al niño real le gusta el barro, andar por la calle, pelearse con otros y aprender todas las cosas por sí solo. Cuando el maestro desesperado le dice que es un desastre y que es un sinvergüenza, todo rapaz que se respeta, y que no es un enfermo ni un tonto, le contesta con otra frase de Rousseau que es el núcleo de toda la doctrina liberal, inventada por este célebre autor:»¡Déjame en paz!».
Se trata de un loco. Un loco es el ser menos libre que existe, aunque parezca lo contrario, aunque ande suelto, porque el loco está agarrotado por adentro… Pero este Rousseau fue un loco de los más peligrosos, porque era un loco que sabía muy bien el francés y, además, como todo loco, la mímica imitativa. Un loco, además de ser un mentiroso nato, es un miedo ambulante de que lo encierren y un permanente escrúpulo de hacer mal en cualquier cosa que hace. Para reaccionar contra estos dos afectos matadores, Rousseau inventó la teoría del «¡Dejadme en paz!» y la teoría de la bondad esencial del hombre; definió que todo lo que él hacía era necesariamente bueno. Sólo un hombre obseso es capaz de escribir esa minuciosa descripción de las insignificancias y las suciedades de su vida envueltas en un vaho acaramelado con resabio a chinche y ropa sucia, que hoy nos causa repulsión; pero en su momento y ambiente, produjo un efecto considerable.
La verdadera libertad es un estado de obediencia. El hombre se liberta de la corrupción de la carne obedeciendo a la razón, se liberta de su infecundidad solitaria obedeciendo a la vida, y de su misma vida caduca y mortal se liberta, a veces, perdiéndola en obediencia a Aquel que dijo: «Yo soy la Vida».
«La máxima libertad nace del máximo rigor», dijo Leonardo da Vinci: porque el hombre es más libre a medida que es más fuerte y la obsesión de la libertad es la prueba de la máxima debilidad, que es la debilidad de la mente. Esa obsesión de la libertad propia de un loco, vino a servir maravillosamente a las fuerzas económicas que en aquel tiempo se desataron; y al poder del Dinero y de la Usura, que también andaban con la obsesión de que los dejasen en paz. Los dejaron en paz: triunfaron sobre el alma y la sangre, la técnica y la mercadería; y se inauguró en todo el mundo una época en que nunca se ha hablado tanto de libertad y nunca el hombre ha sido en realidad menos libre.
Fuente: Leonardo Castellani