La Navidad de Chesterton

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La fe de cada hombre es un misterio, como son un misterio la pérdida de la fe o la vida sin fe. El respeto a ese misterio íntimo tal vez explique la reticencia y el pudor con el que el hombre de nuestro tiempo se refiere a ella. Incluso quien la tiene, rara vez la desvela y menos aún llega a hacer pública la cifra de su fe, es decir, las razones singulares que la animan. No fue éste, sin embargo, el caso de G. K. Chesterton, para quien su fe cristiana –no en balde la Iglesia lo ha declarado «Fidei Defensor»– constituyó el motivo central de la batalla de su vida y de su obra.

Fuente: Francisco Pérez de los Cobos- ABC

En unas páginas memorables de su fulgurante ensayo «Ortodoxia», publicado, por cierto, bastantes años antes de su conversión al catolicismo, Chesterton confiesa que el germen de su fe cristiana se halla nada más y nada menos que en los cuentos de hadas que escuchaba de niño.
Mi «primera y última filosofía» –nos dice–, aquella que aprendí de mi nodriza «en la edad de la crianza» y «en la que creo con fe inquebrantable», son «los cuentos de hadas», que «me parecen lo más razonable que hay en el mundo». Porque sólo los cuentos de hadas nos dan cuenta de la sorpresa y el milagro que es la vida. «Las únicas palabras para descubrir la naturaleza, que me han contentado siempre, son las que se usan en los cuentos de hadas, tales como encanto, hechizo, atracción. Ellas expresan todo lo arbitrario y misterioso de los hechos. El árbol da frutos porque es mágico; el agua desliza por la pendiente porque está embrujada; el sol brilla porque está embrujado».

El corolario del recorrido de nuestro autor por el jardín de los Elfos es la magna sorpresa del Cristianismo: la magia del mundo remite a la existencia de un mago y el cuento que es la vida requiere de un narrador. «Este mundo no se explica por sí mismo, o es fruto de un milagro con una explicación sobrenatural o de un sortilegio con una explicación natural. Es un mundo mágico, bello y con sentido, lo que acredita la existencia de una voluntad personal, nos obliga a dar gracias a Dios y aconseja vivamente la humildad».
Quien ha llegado a Dios de la mano de los cuentos de hadas y ve la vida como un milagro cotidiano no podía sino vivir honda y gozosamente la Navidad, y tal fue el caso de nuestro autor, que nos ha dejado un buen puñado de páginas, dispersas eso sí –es la marca de la casa–, pero deliciosas sobre el espíritu de la Navidad, algunas de las cuales han sido reunidas y publicadas en español, precisamente con este título que es también el de uno de sus ensayos.

El misterio de la Navidad, en el que nuestro autor dice haber creído antes de creer en Cristo, le sugiere un hilván de paradojas, que es su habitual camino hacia la verdad. «La emoción de la Navidad –nos dice– descansa en una paradoja antigua y reconocida»: que «lo absoluto rigió el universo desde un pesebre»; «que el poder y el centro del universo se pueden encontrar en alguna cosa aparentemente pequeña, que las estrellas en sus órbitas pueden girar como una rueda en torno al desvencijado establo de una posada»; «que cierta Esencia Eterna, cuando decidió hacerse hombre, decidió con magnífica ironía ser entre los hombres uno de los más humildes». El que el portal de Belén fuera una caverna y el cielo estuviese allí bajo tierra es otra poderosa e iluminadora paradoja: «Hay algo inexpresable, que conmueve la imaginación en la idea de que los sagrados fugitivos tuvieran que descender más debajo de la mismísima tierra; como si la tierra se los hubiera tragado: la Gloria de Dios enterrada como oro bajo el suelo». «En esta divinidad enterrada se esconde la idea de minar el mundo, de sacudir las torres y palacios desde sus cimientos, igual que Herodes el Grande sintió aquel terremoto bajo sus pies y se tambaleó con su vacilante palacio».

Para nuestro autor la palabra Belén nos afecta con una fuerza peculiar y conmovedora que no es comparable con ninguna otra historia, leyenda pagana o anécdota. Llama a la parte oculta e íntima de nuestro ser: es como si un hombre encontrara «algo en el fondo de su propio corazón que traicioneramente lo atrajera hacia el bien», «algo que no está hecho de lo que el mundo llamaría un material fuerte» sino de materiales «cuya fuerza reside en la levedad alada con que nos pasan rozando».

Chesterton celebra la Navidad y, como es de rigor, toda su parafernalia. Celebra los villancicos, que han sabido conservar como nadie el sentido de la paradoja del pesebre. Celebra el pavo, al que considera –basta observarlo un par de horas– «más misterioso y terrible que todos los ángeles y arcángeles», pero del que piensa hincharse… Celebra el pudin de Navidad, redondo como el cielo y «salpicado de cosas mejores que las estrellas». Celebra los regalos, recordando que «el propio Cristo es un regalo de Navidad» y que éstos constituyen «una defensa permanente de la costumbre de dar», que es más noble que la de compartir. Celebra la figura Papa Noël, heredero de los Reyes Magos, en el que cada día cree más y al que está seguro de reconocer aunque vaya vestido de paisano (¿se refería a sí mismo?). Y celebra al inmenso Dickens, que en sus cuentos navideños, ha hecho tangible la felicidad.

A quienes descreen de la Navidad o la consideran un mera atmósfera y no un credo, nuestro autor les pide que la conserven y respeten, porque las formas y los ritos de la Navidad están pensados para hacer celebrar la vida sobre todo a quienes temen hacerlo y porque sin ella ciertamente habría «un color menos, un olor menos, una virtud menos en el universo».

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