“Sí, aborté, y no puedo salir de esa pesadilla”, esa mañana quedó grabada en la memoria de Debra que, bajo la coacción psicológica de sus progenitores y sin otra alternativa, acabó con la existencia de su propio hijo que se estaba gestando dentro de sus entrañas.
Sabía que su zarandeado estilo de vida, a sus 18 años, podría traerle problemas, y así ocurrió. Cuando se percató de que estaba embarazada, lo primero que pensó fue contar a sus padres lo que había sucedido.
Dentro de ella flotaba la idea de recibir a su bebé, pero necesitaba que sus progenitores la apoyaran. La primera aseveración de toda su familia fue: “Deséchalo, no arruines tu vida”.
“Todo sucedió muy rápido, no me daba tiempo para pensar ni para exponer lo que sentía. Yo quería tener el bebé”, dice, mientras inundaban las lágrimas sus fanales. Se sentía aislada y sin ningún estímulo.
Llegó el día. En su memoria aún centellean las fijezas atormentadas de las adolescentes que aguardaban su vez, en el chiringuito abortista, para entrar al quirófano. Rubricó, sin repasar, el informe ya que no tenía otra disyuntiva. O firmaba o retaba a toda su familia. También se encaraba a la deshonra social, al ser “una madre joven y soltera”.
En el chamizo abortista se jadeaba un clima mezquino, se respiraba la muerte. Le pusieron un salto de cama, un cucurucho en la cabeza y unas zapatillas. Le suministraron una gragea para calmar los nervios, y la subieron a un camastrillo.
Se turbó al separar las piernas frente a un cirujano extranjero. Quería incorporarse y escapar de aquella masacre pero, la potente dosis de cloroformo consiguió que se durmiera.
Llegó al linde de la locura. Salía a pasear y oteaba a jovencitas moviendo sus carritos, en los jardines padres nutriendo con el biberón a sus bebés. Suele tener un sueño suplicante del día que asesinó a su hijo.
La forma de expulsar el fantasma que la acosa: «exhorta a las adolescentes sobre las secuelas del aborto, del crimen de un ser humano inocente y débil».