Max Weber, considerado por muchos como el padre de la sociología moderna, distinguía entre profesión, oficio y ocupación, y escribía: «no valen para la política personas que viven de la política, que hacen de ella su único y exclusivo medio de vida».
Ciertamente, el político no debe ser como un náufrago agarrado a un madero del cual depende su vida. La persona que tiene vocación política debería estar dispuesta a prestar dicho servicio a la sociedad sólo en el momento preciso y cuando sea necesario.
Así escribió San Agustín: «deben mandar los que no quieren mandar”. Y esta idea preside los Cónclaves, donde se elige Papa al que no quiere serlo, conscientes todos los asistentes de que ocupar la silla de Pedro es un sacrificio, no un privilegio.
Cuando ocupar un cargo público se convierte en un privilegio, el político se suele transformar en cacique. Su deseo más íntimo no es mejorar la vida de los ciudadanos, es asegurarse un presente y un futuro opulento y procurárselo a los suyos.
La ley electoral de listas cerradas y bloqueadas y el Estado de las Autonomías han propiciado el despotismo democrático, un sistema en que la vida de muchos depende del capricho de algunos.
La primera derivada de este abuso es la corrupción cuyos numerosos casos, que no dejan de sorprendernos, esperan hoy la resolución de los jueces y llenan las páginas de los periódicos. Andalucía es el modelo perfecto. La región más subvencionada de Europa, es la que tiene el índice de paro más alto. Un ejemplo de perseverancia en el error.
Esto era casi inevitable. Los partidos políticos necesitan grandes sumas para financiar sus aparatos, y aunque la Hacienda Pública los subvenciona en función del número de votos obtenidos nunca es suficiente, porque no basta con tener un patrimonio saneado que permita una lícita competencia electoral, es preciso superar al adversario a toda costa, y, para ello, es indispensable ocupar más espacios públicos, la radio, la televisión, la prensa, las tertulias… Se precisa la presencia del político en el domicilio de cada ciudadano. Saben que una pancarta o una consigna muy repetida tienen más poder de convicción que una sesuda conferencia.
Lord Acton decía en su conocida sentencia: «el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente». De esta forma, el ansia desmedida de poder de determinadas organizaciones hace que se vean en la necesidad, en su afán por la conquista del poder, de recurrir a personas hábiles en la obtención de patrimonio por cauces más o menos irregulares, y dada la flaqueza de la condición humana es difícil que esos expertos en recaudar para sus instituciones resistan la tentación de recaudar para sí mismos.
Evidentemente, la corrupción es difícil de erradicar en un solo envite, por lo que hay que asumir que luchar contra ella es un proceso largo que hay que abordar con tenacidad. En modo alguno constituye un problema del sistema democrático español. Los españoles, no somos más corruptos y tampoco más complacientes con estos actos que los europeos.
La transparencia es el antídoto contra la corrupción, ya que el ciudadano conoce por qué, cómo, qué, cuánto y el cuándo de la acción institucional. Para ello, es precisa una gestión pública que simplifique los procedimientos administrativos para hacerlos más comprensibles, una mayor participación pública en los partidos políticos que los haga más reconocibles como un instrumento al servicio de la sociedad y no como un fin en sí mismos, y, también, unos medios de comunicación social que, dentro de su irrenunciable independencia, informen con la mayor objetividad posible.
Por otra parte, es incuestionable que necesitamos una Ley de Financiación de los Partidos Políticos clara, justa y eficaz, que permita su actividad normal sin necesidad de que recurran a prestidigitadores o ilusionistas que siempre acaban llevándose la bolsa a un paraíso fiscal.
A la luz de lo anterior, cabe concluir que los votos no facultan a los gobernantes a comportarse de modo despótico, a ignorar e incluso castigar a la ciudadanía, hurtándole derechos y dineros con medidas, megaproyectos y prácticas corruptas que no habían sido ni siquiera explicitados en las campañas, como lamentablemente ha venido ocurriendo.
También es esencial entender la política como un servicio a la sociedad y no como una profesión en la que uno pretende jubilarse. A la política hay que venir desde un oficio y hay que regresar a esa profesión. Es muy sano cambiar, que gente nueva se incorpore a la política con ideas nuevas, ganas nuevas y nuevas energías. Ni el mejor gobierno debe perpetuarse en el poder.
Emilio Montero Herrero