Hemos dicho que hay básicamente dos maneras de abordar un fracaso profesional, familiar, afectivo, o del tipo que sea. La primera es asumir la propia culpa y sacar conclusiones que puedan llevarnos a aprender de ese contratiempo. La segunda es afanarse en culpar a otros y buscar denodadamente responsables externos de nuestra desgracia. De la primera forma se suele adquirir experiencia para superar el fracaso; con la segunda es fácil volver a caer en él, y culpar de nuevo a otros, en vez de hacer un sano examen de nuestras responsabilidades.
Los estilos victimistas suelen estar ligados a sentimientos negativos como la envidia, los celos y el rencor. Tienden a legitimarse en nombre de desgracias pasadas, amparándose en todo lo que se está sufriendo o se ha sufrido, y con eso se arrogan una especie de patente de inmunidad con la que justifican su actitud. Ese recuerdo de las desgracias pasadas constituye para ellos una reserva inagotable de resentimientos. Y si alguien se lo reprocha, a lo mejor admiten que lo suyo no es muy ejemplar, pero aseguran que sus padecimientos pasados justifican esa “leve incorrección”.
Otra de sus notas características es la susceptibilidad, que les hace reaccionar con crispación ante cualquier crítica. En todo ven malas intenciones. El menor reparo es enseguida considerado una ofensa. Por doquier intuyen hostilidad, confabulaciones y menosprecios. En los casos más extremos, se sienten satanizados por todo el mundo (curiosa paradoja la del satanizador satanizado) y, aquejados de una sorprendente megalomanía, caen en el síndrome de la conspiración o el complot, tanto en su versión agresiva como en la contraria, de renuncia y pasividad (para qué hacer nada si una fuerza tan poderosa está tramando tales cosas contra mí o contra nosotros).
Es frecuente que envuelvan sus ataques en un manto de candidez, pues aseguran que lo único que hacen es defenderse. Sus ideas son difícilmente refutables, pues dan la vuelta a cualquier argumento transformándolo en prueba de la omnipotencia o sutileza de los ofensores. Y como la venganza induce con facilidad reacciones similares en el otro, que se siente también víctima inocente de una agresión, el veneno del victimismo se inocula en el otro con la pelea, y va extendiéndose más y más al subir cada nuevo escalón del resentimiento: cuánta razón teníamos en sospechar que era un sinvergüenza, fíjate lo que nos ha hecho. Se produce así un mimetismo victimista, que confiere a las dos partes en conflicto la misma impresión de ser eterna e injustamente maltratadas.
Cuando se invocan padecimientos pasados para justificar actitudes que, por mucho que se adornen, respiran el hedor del resentimiento y del deseo de vengarse, lo más sensato es desconfiar de esas personas, que buscan cargarse de argumentos para repetir, en cuanto puedan, las mismas acciones que lamentan haber sufrido.
Porque tener presente los dolores del pasado puede ser enriquecedor. Pero esa memoria puede pervertirse si se deja impregnar del rencor. Cuando el recuerdo nos lleva a reabrir heridas del pasado, buscando quizá legitimar un oscuro deseo de resarcimiento, entonces la memoria se vuelve esclava del agravio, se convierte en una potencia que reaviva tensiones, exacerba la animosidad y reconstruye el pasado y lo reescribe acumulando cada vez nuevos motivos a su favor.
Si las personas o las familias o los pueblos se dedican a rumiar sus dolencias respectivas, será difícil que vivan en paz y concordia. Cuando se hurga morbosamente en el pasado, siempre se encuentran perjuicios que alegar, razones por las que desenterrar el hacha de guerra de la violencia, el desprecio o la falta de solidaridad. Siempre hay motivos para no superar las desavenencias recíprocas, pero si queremos vivir en buena sintonía con los demás, debemos trazar una raya sobre nuestras disensiones de antaño y dejar que el pasado entierre esos desencuentros. No se trata simplemente de olvidar, sino de perdonar y de aprender a evitar que se repitan esos errores, oponerse con firmeza a ellos. El perdón es lo que deja paso libre a quienes no desean cargar sobre sus hombros con el terrible peso de los antiguos resentimientos.