La verdad de Soraya M.

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En 1986, al periodista franco-iraní Freidoune Sahebjam se le avería su coche en Kapuyeh, una pequeña aldea montañosa de Irán, ya en manos del fundamentalismo islámico. Una mujer mayor le convence para que vaya a su casa y grabe una estremecedora historia que tiene que contarle. El periodista conoce así la dantesca tragedia de Soraya M, una joven madre de cuatro hijos, lapidada pocos días antes, víctima de una cruel conspiración.

Fuente: Jerónimo Martín- Aceprensa    

Esta estremecedora y notable película del estadounidense Cyrus Nowrasteh se basa en el best seller internacional de Freidoune Sahebjam, que dio a conocer al mundo la lapidación de Soraya M. La cinta pasó por los festivales de Toronto y Los Ángeles y, en ambos, obtuvo el premio del Público.

Tanto el libro como el guión de la película –escrito por el propio Nowrasteh y su esposa Betsy Giffen– subrayan la inseguridad jurídica, el desprecio a los derechos humanos y la discriminación de la mujer en países islámicos donde se aplica la sharía, sobre todo aquellos en que siguen vigentes penas tan inhumanas como la lapidación pública: Irán, Somalia, Sudán, Irak, Emiratos Árabes Unidos, Afganistán, Pakistán…

Por otra parte, la cinta matiza sus críticas elogiando a la vez la religiosidad sincera y el sentido de solidaridad de tantos creyentes musulmanes. E incluso muestra cómo, detrás de algunos fundamentalismos supuestamente religiosos, se ocultan la codicia, la ambición de poder, la lujuria y otros intereses nada espirituales.

Sin hacerse notar demasiado –salvo en el espeluznante desenlace, seco y explícito–, Nowrasteh entrelaza con fluidez todos los hilos narrativos, sorteando con habilidad el maniqueísmo y la falta de matices. Lo logra casi siempre gracias al sobrio naturalismo de su cámara y a la excelente labor de todo el reparto, especialmente de la veterana Shohreh Aghdashloo y de la joven Mozhan Marnò, muy convincente en la sufrida piel de Soraya M. También Jim Caviezel está a gran altura en su breve aparición, donde confirma su poderosa presencia física y su profunda voz. Elogio especial merece la partitura de John Debney, tan sugerente e inquietante como la que compuso para La Pasión de Cristo.

 

 

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