Los defensores del relativismo tienden a considerar que la defensa de una verdad moral objetiva es un límite a la libertad, que consistiría en la capacidad de modelar la propia existencia como a cada uno se le antoje.
Pero, el hecho de que cada cual tenga en sus manos la posibilidad de configurar su propia estatura moral, no significa que la libertad sea una potencia completamente indeterminada, que se pueda ejercer correctamente en una u otra dirección. La libertad no es como un coche cuyo funcionamiento es igualmente correcto cuando nos conduce al paraíso que cuando nos lleva al infierno. La libertad no es pura indeterminación creadora de valores. Es muy significativa la sentencia del Tribunal Supremo de los EEUU de 1992, en el caso Planned Parenthood of Southestern PA. vs. Casey, 505, US 833, que define la libertad en su apartado dos (AT II) en los siguientes términos: «En el corazón de la libertad está el derecho a definir el concepto de la propia existencia, el sentido del universo, y el misterio de la vida humana».
La libertad, en su más profundo sentido, como libertad psicológica, es la capacidad de la voluntad de determinarse hacia una cosa u otra en orden a satisfacer la inclinación natural hacia la propia realización. Lo cual significa que hay una inclinación previa, que viene dada con la naturaleza, y que por tanto no elegimos, que actúa como el motor de la libertad. Esta inclinación natural hacia la propia realización es el deseo natural de felicidad, que no es relativo, sino común a todos los hombres. No conozco a nadie que no quiera ser feliz. Hasta el suicida busca la felicidad, porque se quita la vida para huir de un mundo que se le presenta como obstáculo para lograrla. Por eso podemos decir que somos libres, no porque no apetezcamos nada, sino porque apetecemos muchísimo. De ahí que hagamos planes, elijamos cosas, viajemos, nos enamoremos, recemos… y todo porque dentro de nosotros hay como un magnetismo hacia la plenitud. La depresión, por contraste, consiste precisamente en una enfermedad del deseo, que sufre una especie de parálisis: uno está deprimido cuando nada le motiva; el deprimido, ni se levanta de la cama, no elige nada, precisamente porque no le apetece nada.
Decir que la voluntad apetece naturalmente la propia realización es lo mismo que decir que apetece la felicidad. La felicidad es el horizonte natural de la voluntad. Al desear cualquier cosa estamos necesariamente proyectando o dando un contenido concreto al deseo natural de felicidad. Podemos poner la felicidad en esto o en aquello, pero el deseo de felicidad como tal está por naturaleza puesto en nosotros, y no lo podemos evitar, del mismo modo que el hombre no puede evitar tener sed. Sin este deseo genérico de plenitud o felicidad, no elegiríamos nada. Seríamos la pura apatía. Cualquier cosa que decidamos hacer, la elegimos porque, de algún modo, entendemos que satisface nuestra sed de felicidad.
En realidad, llamamos libertad a esta capacidad de elegir aquello que no queremos por necesidad o instinto natural. Lo que elegimos es aquello que entendemos que nos proporciona mayor felicidad.
Pero no todo lo que podemos elegir nos conduce hacia la felicidad. Hay decisiones que, por defecto del entendimiento (ignorancia o error) o por defecto de la voluntad (vicios morales), o por los dos conjuntamente, que es lo más frecuente, son decisiones autodestructivas de la propia personalidad. ¿Las hemos elegido nosotros? Posiblemente sí. Pero, si conociéramos de antemano el daño que nos hacen tales elecciones, ¿las hubiéramos tomado? Cuando hemos cometido un error en la elección, ¿no decimos muchas veces “esto no es lo que yo quería”?. Pongamos un ejemplo muy sencillo: si yo tengo sed, cosa que no elijo, porque depende de mi naturaleza, puedo elegir beber una cosa u otra, pero si por error elijo beber un vaso de lejía creyendo que era agua y que me va a quitar la sed, ciertamente no he hecho lo que quería. O si por debilidad de la voluntad, como consecuencia del vicio del alcoholismo, me bebo la botella de alcohol del botiquín de mi casa, y me destrozo el hígado, cuando me lo tengan que extirpar, ¿diré que había hecho lo que quería?
Sólo hacemos verdaderamente lo que queremos cuando aquello que elegimos nos hace mejores, y en consecuencia, más felices. Por lo tanto, cuanto mejor conozcamos los efectos de nuestros actos, tanto más libres seremos. Dicho de otro modo, cuanto más verdadero sea nuestro conocimiento, cuanto más fielmente refleje nuestra mente la realidad de las cosas, tanto más libre serán nuestros actos