La primera frase que tengo que decir va en contra de todos los preceptos de la retórica, porque ahuyentará a los principales destinatarios de este texto: les parecerá casposa y viejuna, propia de una mentalidad premoderna o incluso antimoderna, pero sobre todo les parecerá falsa. Asumo todos los riesgos y la mascullo: la vida es analógica, no digital. Ya está, ya lo he dicho, ya puede producirse la desbandada de nerds y geeks, si es que quedaba alguno a estas alturas del artículo. Pero qué culpa tengo yo de que la vida se parezca más a una libreta que a un archivo de word.
La metáfora de la vida como escritura o como narrativa, como libro con páginas escritas y páginas por escribir, aparece a menudo en todos los géneros literarios y también en muchos giros y modos de decir. No se imagina uno aquella rima de Bécquer, la XLIV: “Como en un libro abierto/leo de tus pupilas en el fondo”, reconvertida en “Como en una wiki enciclopedia/ leo de tus pupilas…”. No. La vida de cada cual es una libreta o un libro que admite tachones, cicatrices de páginas arrancadas o grapadas unas contra otras, que admite pegatinas, glosas y añadidos en los márgenes, admite muchas cosas y se caracteriza porque no sabemos cuántas hojas en blanco quedan, pero sí que son finitas. Nada que ver, por tanto, con un archivo digital y por eso la escribimos con cuidado, con cierta prevención, trazando una caligrafía decente y clara, si las circunstancias lo permiten.
Me encantan las libretas, pero siento una especie de pánico raro al escribir en ellas la primera anotación. Me da miedo estropearlas, y eso que algunas las compro precisamente para eso, para emborronarlas de ocurrencias al paso, de nombres de libros, de frases de películas o de novelas, de microteorías absurdas, de planos que no llevan a ninguna parte, de dibujos geométricos que quisieron pintar la impaciencia o la impotencia, de cuentas rápidas de gastos pequeños o de cálculos lentos de proyectos inverosímiles.
Con el tiempo, si no las he apurado demasiado, esas libretas se vuelven simpáticas e incluso útiles, más allá del servicio inmediato que me hubieran prestado en su día. Pero me resulta tan penoso escribir la primera página… Sobre todo si no estoy empezando una libreta vulgar, de espiral o de plástico, sino una que viene encuadernada en piel y con un papel grueso y apetecible para escribir. Alguna hubo que no me atreví a empezarla nunca, por ese absurdo temor reverente y porque ningún destino me parecía lo bastante digno para ella. Terminé regalándola, que también es lo mejor que se puede hacer con la vida.
Ninguna metáfora es perfecta, ni siquiera esta, por mucho que haya sido baqueteada por los escritores más ilustres, incluidos los sagrados: profetas, evangelistas y demás. Mientras el valor de un libro o una libreta no depende exclusivamente del final, el de una vida sí, por tanto, en la metáfora se salvan las biografías. De modo que el villano termina en héroe o el supuesto valiente en cobarde. Bolívar insistía mucho en que no se pueden hacer juicios globales sobre una persona hasta que se muere, porque en la última página puede revelarse todo el sentido de una vida o puede corregirse por completo. Otros dijeron lo mismo.
Me parecía algo obvio y lo comenté de pasada hace poco en un texto breve: cualquier historia personal, vaya por el capítulo que vaya, es capaz de un final heroico.
Paco Sánchez