Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros.
Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás.
La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, del seer humano sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación o el Estado.
No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría. Cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos, y enseguida el hombre se pierde, su dignidad es pisoteada, sus derechos violados. La privación de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa conduce a atrocidades que la historia nos ha mostrado. En esos casos la humanidad es radicalmente empobrecida, privada de esperanza y de ideales.
Entre las causas más importantes de la crisis del mundo moderno están una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos, además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en el lugar de los principios supremos y trascendentes. No puede admitirse que en el debate público sólo tengan voz los poderosos. Debe haber un lugar para la reflexión que procede de un trasfondo filosófico, ético y religioso.