El pasado sábado acudí –junto con varios amigos– a un hospital para dedicar parte de nuestro tiempo a las personas que se encuentran allí ingresadas. Algunos tienen la suerte de gozar de la compañía de su familia y amigos, pero otros muchos solo pueden conformarse con el cariño de los enfermeros y enfermeras que los cuidan.
En este contexto nos encontrábamos nosotros. Uno de mis amigos salió a pasear con uno de ellos; y otro se quedó charlando con una paciente en la habitación. Yo acompañé a una mujer a la capilla del hospital porque quería escuchar misa.
Mientras tiraba de la silla de ruedas y procuraba una conversación agradable con ella, dejábamos atrás camillas en las que reposaban personas que no mucho tiempo atrás habían sido grandes empresarios, agricultores de carácter, jóvenes enamorados, intrépidos protagonistas de la historia de su vida, de una vida que ni siquiera ellos sabían ya contar.
Al llegar a la capilla me quedé boquiabierto. Cuando creía que no podía existir una historia más impactante, allí la encontré: una joven de veinticinco años esperaba en el pasillo envuelta en un larguísimo vestido blanco. Agarraba con sus delicadas manos un ramo de flores, y esperaba nerviosa la señal que le permitiera avanzar hasta el pequeño altar. Su familia, dentro; su prometido también. Un número amplio de enfermeros y enfermeras custodiaban el paso emocionados. Un pequeño cargaba los anillos.
Ella tiene cáncer, y le queda apenas un mes de vida. Y él, locamente enamorado, lleva varias semanas haciendo vida en el hospital para estar con ella. En aquella pequeña iglesia pude ver una historia de verdadero amor, de superación. Y entonces me hice muchas preguntas: ¿por qué esta historia no ha salido en las noticias? ¿por qué la superación y la valentía de la gente normal no ocupan nuestras portadas? ¿por qué quedan ocultas las miradas de estos enamorados bajo el negro telón del cuarto poder?
Sirva esta carta para dar luz –aunque tenuemente– a lo que realmente debería ser portada. Lo siento Rajoy. Lo siento Puigdemont. Lo siento Trump. Pero yo me quedo con el hospital.
Sergio Robles