Lenín se hace con el poder arrollando a la Duma, único poder legítimo.

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Tras la abdicación de Zar, tomó el poder la Duma, cuyos delegados habían ido a Pskov a exigir su abdicación a Nicolás, que había quedado allí bloqueado al tratar de volver a su capital. El 12 de marzo el presidente, Rodzianko, formó un gobierno provisional con los líderes de todos los partidos, salvo los de extrema derecha. Una delegación se reunió con el Gran Duque Miguel, hermano del zar, en quien éste había abdicado, y lo obligó a abdicar a su vez. Se proclamó la República.

A la vez, tomaron el poder los obreros y soldados amotinados, que eligieron un Consejo (Soviet) de delegados de soldados y obreros. A la noche del mismo 12 de marzo, la Duma y el Soviet tenían por sede dos alas distintas del mismo palacio Tavrícheski. Y ambos ejercían el poder supremo en la neonata república, cada cual por su cuenta.

Los dos poderes entre sí, desde luego, no se entendían de ninguna manera. Y su modo de actuar era muy simple: cualquiera de ellos promulgaba una ley, un decreto o una orden, y el otro no tenía poder para anularlos. Eso sí, una cosa tuvieron en común: tanto el Gobierno como el Soviet usaron su poder con una inenarrable, colosal, superlativa estupidez.

Quienes hemos vivido los últimos años de Franco recordamos las pintadas de los estudiantes: «Disolución de los cuerpos represivos». Por suerte, en la Transición no los disolvieron y la Policía Nacional sigue con sus gorras, la Guardia Civil con sus tricornios.

Pero en Rusia sí los disolvieron. Y el país se encontró sin policía de ningún tipo, ni siquiera municipal. El «orden jurídico» que se instauró es fácil de imaginar.

Por si fuera poco, al Soviet se le ocurrió que un país democrático ha de tener un ejército democrático. Y se apresuró a promulgar su famosa Orden número primero. Según ella, en cada unidad militar los soldados debían elegir un Soviet, éste tenía que tomar el control del armamento y las órdenes de los oficiales solo debían obedecerse si eran compatibles con las del Soviet. La tal Orden fue impresa en siete millones de ejemplares y repartida en todo el ejército. Obviamente, cada Soviet de soldados legisló lo que bien le pareció y aparecieron decisiones de lo más extraño y pintoresco.

El flamante gobierno no quiso ser menos y puso su granito de arena en el desastre. Su ministro de Justicia, el abogado Kerenski, promulgó una amnistía. Y a la invasión de miles (pronto serían millones) de desertores armados se sumó la repentina suelta de decenas de miles de delincuentes comunes (la gente los llamó «polluelos de Kerenski»). Y no existía ningún tipo de policía.

Entre esto y el sacrosanto derecho de huelga, se desorganizaron el transporte, la distribución, el comercio y apareció el hambre. No ya aquella accidental escasez de pan, sino la falta de todo tipo de alimento. Pero lo que le pareció urgentísimo al Gobierno fue reformar la administración local (en conjunto excelente, desde la instalación de los zemstvo, parecidos a nuestras diputaciones). En su lugar, el Gobierno ideó autonomías. Eso y surgir nacionalismos fue todo uno.

A todo esto, el país seguía en guerra. Pero en guerra, ¿para qué? ¿Con qué objetivos?.El nuevo poder no lo tenía claro. Los partidos de centro-derecha, mayoritarios en el Gobierno, eran partidarios de la «lucha hasta la victoria final».

En el Soviet predominaban las izquierdas. Su idea era la «paz sin anexiones ni contribuciones». Pero sus partidos eran los social-revolucionarios (SR) y los social-demócratas (SD), éstos divididos en «mencheviques» y «bolcheviques». Estos últimos agitaban por la paz inmediata y a cualquier precio (para eso sus líderes, encabezados por Lenin, habían sido traídos desde Suiza cruzando Alemania y recibían abundante financiación del Estado Mayor alemán; eso incluso salió en la prensa, pero nadie tomó medida alguna: «Representan al pueblo».

Kerenski se hizo nombrar ministro de la Guerra, pensando que él lo haría mejor (en el mismo convencimiento, llegó a hacerse cargo del mando supremo del ejército). Como sus conocimientos militares eran nulos, pensó que el deplorable comportamiento de los soldados se debía a la propaganda enemiga (algo de eso había, por supuesto, pero lo principal era el cansancio de una guerra sin perspectivas de victoria y la inquietud por las granjas o negocios abandonados). Para ponerle remedio, el flamante ministro decidió convencer al pueblo en armas de la necesidad de defender la democracia, las reformas progresistas, las libertades fundamentales (prensa, palabra, reunión, manifestación…)  Y fue recorriendo el frente dando discursos, pero el caso que le hicieron las tropas fue poco. Y cuando ordenó una ofensiva general en el frente austríaco, que era el más fácil, los soldados, después de un avance inicial, cuando toparon con una resistencia seria se negaron a combatir.

Tal fue el descrédito que en julio de 1917 los bolcheviques trataron de aprovechar una enésima manifestación para tomar el poder. Pero el gobierno había acuartelado cerca de la entonces Petrogrado tropas fieles (cosacos y un regimiento de Caballeros de la Orden de San Jorge, lo que aquí sería un regimiento de laureados). El levantamiento fue sofocado, las unidades amotinadas fueron licenciadas y los dirigentes bolcheviques detenidos (e inmediatamente puestos en libertad: quien no era «reaccionario» no se consideraba amenaza.

Con todo, tras haber visto las orejas al lobo, Gobierno y Soviet decidieron llegar a un acuerdo. Se formó un gobierno de coalición, con representación del centro-derecha, SR y mencheviques, con Kerenski, que en un arranque de humildad, se dignó aceptar el cargo de Presidente del Gobierno.
Las cosas, obviamente, fueron de mal en peor. Entonces Kerenski tuvo la idea de llamar al prestigioso general Kornílov y le propuso formar un «directorio» civil y militar que restableciera el orden. Kornílov aceptó y se dirigió a Petrogrado con una fuerza de cosacos al mando del general Krasnov. Detuvo a las tropas antes de llegar y se fue a ver a Kerenski solo con su jefe de Estado Mayor, el general Krymov. Pero resultó que Kerenski había cambiado de opinión y cuando tuvo a Kornílov delante, mandó detenerlo por «golpista». Según la versión oficial, Krymov, al verlo, se suicidó en el propio despacho de Kerenski. Sigue siendo el relato dominante en los libros, pero el caso es que los suicidas no suelen dispararse por la espalda.

Esto acentuó el dominio de la izquierda en el Gobierno, ya que el centro-derecha, al ver a Kerenski desperdiciar cualquier ocasión de restablecer el orden, se mostró cada vez más reacio a apoyarlo. Se continuó sin hacer nada útil, pero aumentó el sectarismo. Y se dio plena libertad a la propaganda bolchevique, que supo aprovechar el descontento de los obreros ante el considerable empeoramiento de sus condiciones de vida y el de los soldados con la guerra.

Lo que siguió era predecible. Se produjo la conocida como gloriosa revolución de octubre. En realidad, no fue ni gloriosa, ni revolución, ni de octubre (según nuestro calendario, tuvo lugar en noviembre).

Lenín decidió repetir el fracasado intento de julio, pero esta vez con mejor organización. Formó células entre los obreros y sobre todo, entre los indisciplinados, pero armados soldados y marineros de la guarnición. Estableció una clandestina jerarquía de mando y un cuartel general en la requisada mansión de la bailarina Kseshínskaya. Y lo que era más importante, manipuló las elecciones al Soviet de Petrogrado hasta controlarlo totalmente.

Hecho esto, aprovechando el II Congreso de los soviets, Lenin hizo que el Soviet de Petrogrado lanzara una proclama tomando el poder (por extraño que nos parezca hoy, el Soviet era considerado un poder legítimo). Lo secundaron entusiasmados los soldados de la guarnición (justamente entonces, el Gobierno había decidido enviar a parte de ellos al frente, cosa que aquellos héroes querían evitar a toda costa). Tomaron las calles sin encontrar resistencia.

El Gobierno celebraba Consejo de Ministros, en el Palacio de Invierno, y disponía para su seguridad de un regimiento de cosacos. Ante el cariz de los acontecimientos, el coronel que lo mandaba se presentó en el Consejo y pidió órdenes. Poco le hubiera costado disolver a los sublevados. Pero como un gobierno democrático debe tener cosacos democráticos, se le contestó que pusiera las órdenes a votación entre sus hombres, para que su acendrado civismo les impulsara a salir en defensa de la legalidad vulnerada. Los cosacos, sin embargo, votaron y decidieron montar  a caballo y marcharse.

Solo quedaron, defendiendo la fachada del Palacio, unos cadetes de una academia militar y parte de un batallón de voluntarias organizado por la feminista Bocharova (cuya posterior suerte fue poco envidiable). Los amotinados, simplemente, pasaron por las puertas de atrás, llegaron sin resistencia a los ministros y se los llevaron a las mazmorras de la fortaleza de Pedro y Pablo. Eso fue toda la «revolución».

Pero Kerenski había logrado salir del Palacio a tiempo, meterse en un automóvil y escapar de la ciudad. Se acordó entonces de los cosacos del general Krasnov, parte de los cuales seguía acantonada desde la intentona de Kornílov. Fue a ellos y les ordenó que marcharan hacia la capital, restablecieran el orden y lo repusieran a él en su cargo.

Los cosacos iniciaron el avance, pero los bolcheviques, al saberlo, destacaron a unos milicianos para cortarles el paso. Al encontrar resistencia y llamamientos a cambiar de bando, los cosacos decidieron que ellos también eran democráticos. Pusieron a votación si apoyar a Kerenski o si entregarlo preso a las nuevas autoridades (Krasnov y sus oficiales, muertos de risa, no intervinieron). Salió que debían entregarlo. Pero mientras duraban los debates, Kerenski logró huir disfrazado de enfermera. Marchó de Rusia para no volver.

 

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