Hay mil maneras diferentes de acercarnos a los libros, pero la actitud que precede a todas ellas , el primer paso, es que empecemos a mirarlos con mayor respeto.
Sí, respeto. Porque la costumbre de verlos en escaparates y estanterías, hace que corramos el riesgo de no valorarlos adecuadamente y de olvidar que cualquiera de los que cogemos en nuestras manos, aun el más pequeño por formato o apariencia, lo merece, ya que lleva tras de sí una enorme cantidad de trabajo, de ilusión, angustia y esfuerzo, puestos por todas las personas que intervinieron en esa realidad que estamos hojeando: desde su autor, a quien precintó la caja de su embalaje especial.
Respeto debería merecernos el trabajo del autor, para quien escribir es una necesidad, un compromiso, una obligación y un acto de solidaridad para con sus futuros lectores. También … un dolor. dolor porque escribir un libro cuesta y cuesta mucho. Salvo Lope de Vega, – que, refiriéndose a la facilidad con que escribía, decía, que “muchas veces en horas venticuatro pasaron de las musas al teatro”, y algún privilegiado más -, escribir un libro no es tarea de hoy para mañana.
La concreción del tema, la elaboración hasta su transformación en asunto “contable” y su posterior plasmación en palabras, lleva tiempo. Al que hay que añadir el empleado en los imprescindibles pasos sucesivos,- trayecto no exento de dificultades -, hasta que, por fin, figure como autor en la portada del libro que vemos en un escaparate.
Es posible que, si estos aspectos fueran de dominio público, crecería el respeto y aprecio por los libros.
Pero es que un libro, un buen libro, – no vale la pena emplear el poco tiempo que tenemos en leer los que no lo son -, es mucho más: ilustra, acrecienta conocimientos, agranda horizontes, despierta la imaginación, emociona, descubre potencialidades, impulsa a la acción...
Cuando, el libro aborda y desarrolla temas que están en el hondón del alma, entonces el libro se hace intemporal..
Y si por añadidura está bien escrito, de manera que, además, la palabra luzca en ellos, entonces el libro se convierte en obra de arte. Ni más ni menos, eso fue lo que hizo Cervantes.